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Se le apagó la lamparita

“Ni bien se prenden las luces, me invade una sensación de frío en el cuerpo, siento un hormigueo y un ardor en el cuero cabelludo, como si mi cabeza se estuviese hinchando, y empiezo a temblar”: así describe la periodista escocesa Anna Levin la exposición a su kriptonita personal, la luz eléctrica. En invierno, cuando los focos de la calle se encienden a las tres y media de la tarde, se encierra en su casa y vuelve a salir a la hora del sol. Su drama, que es el mismo de cientos de miles en el mundo, es el origen de Incandescente, un ensayo recién publicado que alumbra los secretos oscuros de la luz artificial y además es un manifiesto contra la última ley seca: la prohibición universal de las bombillas incandescentes, motivada por razones ambientales, que condena a los fotosensibles a vivir entre tinieblas.

 

La luz artificial como kriptonita: un ensayo recién publicado alumbra los secretos oscuros de las lámparas LED y similares.

 

En el siglo XIX, cuando se expandió la luz artificial gracias al genio de Thomas Edison y Joseph Swan, entre otros inventores, los humanos vimos alterado nuestro ritmo biológico: pudimos leer, estudiar o trabajar aun de noche. Si sabemos mucho acerca de la importancia del agua y el aire en nuestras vidas, ¿por qué ignoramos tantas cosas sobre la luz? “Afecta a casi todo: el humor, el deseo sexual, las hormonas, el metabolismo, los niveles de energía, la piel y más”, escribe Levin con la persistencia de la obsesa (“conozco muy bien las múltiples formas de mutación que tiene el monstruo llamado ansiedad”). Su cuerpo se rebeló, intolerante a la luz LED. Y aunque no pretende agrandar la lista de males invisibles que integran el asbesto, los rayos ultravioleta o la comida basura, en Incandescente se rebela contra lo que llama “el analfabetismo de la luz”: ahí donde uno no sepa qué tipo de lámparas tiene en su casa, si son incandescentes, halógenas, fluorescentes, CFL o LED, probablemente también ignore que muchas rebosan de mercurio, una de las sustancias más tóxicas que se conocen, o que las luces azules que irradian las pantallas conspiran contra el sueño más que una locomotora en la habitación.

 

Con el fin de reducir el consumo de energía, la bombilla común está desapareciendo y con ella, la visión clásica de algunas ciudades que ahora se ven blanquecinas como el consultorio de un dentista. Para Levin es un exterminio lumínico: “La bombilla de luz incandescente se convirtió en el chivo expiatorio del mundo caótico en el que vivimos”. El futuro dirá si es otro caso de artefacto perfecto que la modernidad descartó, como el tranvía o el diario en papel: no por nada el símbolo universal que representa a las ideas es una bombilla de luz.

 

Publicado en La Nación

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Nicolás Artusi

Es periodista y sommelier de café. Trabaja en radio, prensa gráfica, televisión y online. Escribe libros largos y artículos cortos. Fue declarado Personalidad Destacada de la Cultura de la Ciudad de Buenos Aires.