Tan cierto como que en el Corán no hay camellos, según la máxima que se le atribuye, es que en su última morada no hay laberintos: para llegar a la tumba de Borges hay que caminar derechito hasta una lápida solitaria en medio de un pequeño valle. Un falsario lo primero que habría hecho es prodigar laberintos interminables o bibliotecas universales pero la lápida de Georgie tiene el aura mítica de lo auténtico. Es una piedra blanca y áspera rodeada por un canterito con flores que proyecta la erudición de su morador hasta el infinito y más allá: una inscripción en anglosajón antiguo (que en castellano diría “y que no temieran”), un círculo con siete guerreros y los años que marcan esa elipsis entre el nacimiento y la muerte como si fuera una ruta en línea recta. Aun muerto, se puede ser Borges sin laberintos.
Sin laberintos ni bibliotecas, solo una piedra blanca señala la tumba de Borges en Ginebra. Turismo y devoción por los camposantos culturales.
En Suiza nunca hubo monarquías (el paisito siempre hizo gala de su neutralidad y su democracia intocables), pero Borges está enterrado en el Cementerio de los Reyes, en Ginebra. La corriente más entusiasta del turismo necrófilo se empeña en visitar tumbas y camposantos, acaso buscando en muerte la cercanía con el ídolo que no se pudo lograr en vida: el fan aúlla junto a los huesos de Jim Morrison, en Francia, y el súbdito llora junto a los restos de Lady Di, en Inglaterra. Pero en Suiza todo es silencio y recogimiento. Se dice que este cementerio, aunque nació como un depósito pobretón para las víctimas de una epidemia de peste negra, hoy está reservado para aquellos que en vida contribuyeron a perpetuar el buen nombre de la ciudad. El turista mortuorio podrá saltar de la tumba del célebre general Dufour, el que unificó la confederación helvética, a la del compositor argentino Alberto Ginastera, y de ahí a la del reformador protestante Juan Calvino y finalmente llegar a la de Borges quien, como cualquiera puede averiguar, estudió en el liceo Calvin (no hay casualidades, creo: todo responde a un orden universal secreto). Como todo turista, también urgido por el apuro aun frente a la eternidad, el visitante podrá ver la piedra blanca, sacar la foto y seguir de largo, pero entonces se perderá de saber que esa piedra fue tallada como una piedra rúnica vikinga, en tributo a la adoración que Borges tenía por todo lo nórdico.
El lector cabulero tendrá un anhelo: que algo de la genialidad de su escritor favorito se transmita como un influjo póstumo. Si tiene presupuesto, seguirá su camino por los cementerios de París, donde descansan Vallejo y Cortázar, o por el de Roma, donde están Keats y Shelley. Y si hasta un autor (vivo), el holandés Cees Noteboom, escribió su libro Tumbas de poetas y pensadores como homenaje a sus muertos amados, que el viajero abandone toda superstición y lleve consigo la obra magna de Sábato, que está enterrado en un cementerio privado de Pilar, provincia de Buenos Aires: Sobré héroes y tumbas. Se sabe que hay que temer más de los vivos que de los muertos.