La belleza es fea. En la aparente contradicción se apoya la teoría detrás de la obra de la periodista Katy Kelleher, que escribe sobre diseño, arte, naturaleza y ciencia, que vive en un sitio apartado de los bosques de Maine en los Estados Unidos, y que en el libro La terrible historia de las cosas bellas recopila sus “ensayos sobre deseo y consumo”, como apunta el subtítulo. Obsesionada desde niña por el berretín de lo lindo (recolectaba flores, juntaba conchas marinas, cavaba jardines en busca de piedras preciosas), ya de grande se fascinó con la porcelana, el diamante y el mármol hasta que tuvo una epifanía y descubrió que inevitablemente detrás de cada cosa bella existe una historia de saqueo, explotación y dolor.
Un “ensayo sobre deseo y consumo” donde se devela que detrás de cada cosa bella existe una historia de saqueo, explotación y dolor.
“No hay cosas puras en este mundo: todo lo que vive causa daño; todo lo que existe se degrada”, escribe Kelleher: “Sin embargo, somos muchos los que sentimos la atracción por estas cosas bellas y depravadas. Queremos poseer y acariciar las mismas cosas que nos dan miedo”. La belleza fea se esconde en cada mancha pulida de los diamantes de sangre africanos o en el mercurio con el que se envenenaban los fabricantes de espejos. Hace seis años Kelleher empezó a escribir una columna en el sitio Longreads donde narró la futilidad de las flores preservadas, el corte maldito de las piedras preciosas, los abusos animales en la industria del maquillaje o el tufo pestilente de la producción de algunos perfumes. Esos artículos hoy se recopilan en este libro recién publicado. “Empecé a darme cuenta de hasta qué punto me había dejado lavar el cerebro por años de propaganda consumista, por esos incesantes mensajes que me impelían a comprar más cosas, a ser más guapa, a gastar más dinero”, reconoce Kelleher, que no se transformó en una ermitaña despojada de bienes materiales y cosas lindas: mucho mejor pero más complejo, se volvió una consumidora responsable.
En este siglo existe un imperativo moral de cambiar la forma de comprar y acumular objetos (aunque la mismísima Marie Kondo haya renunciado a la empresa y rendido ante el despelote doméstico provocado por sus hijos) porque las razones son indiscutibles: se explotan niños para pegar las suelas de las zapatillas galácticas y se arruinan los mares con toneladas del plástico que envuelve cada pavadita del kiosco. En La terrible historia de las cosas bellas la autora no juzga ni condena el afán por la lindura porque el éxtasis estético trae paz. Y eso escasea en este mundo. Al asumirse como una mujer de clase media de esta época, Kelleher confiesa tener su casa repleta de demasiados cachivaches inútiles y ropa barata: la fealdad es literal pero también simbólica; a veces moral y otras, política. Aquello con lo que decoramos nuestros hogares y cubrimos nuestros cuerpos deja huella: en el planeta y en los otros, más que en nosotros mismos.
Si es cierto que el deseo y el asco vienen en pareja, la belleza más conmovedora entraña cuotas altas de fealdad (y no me refiero al cuadro del niño de ojos llorosos que adornaba el living de la casa de mi tía Delia y de casi todas las tías de mi generación). La atracción y la repulsión no están en el objeto sino en la mirada que le damos y cuánto más sabemos, más vemos: como dijo Jung, “la belleza no reside en efecto en las cosas sino en el sentimiento que les asignamos”.
Publicado en La Nación