¿Y esta qué comió? Con tono de sorna, la pregunta vincula la dieta con el ánimo siempre que alguien muestre mala cara. En La vegetariana, la extraordinaria novela de la escritora coreana Han Kang que ganó el Nobel de Literatura hace unos días, la decisión de una mujer de abandonar la carne sugiere una rebelión pacífica como la de Gandhi: en contra de la opinión de su marido, sus padres, sus hermanos y sus cuñados, se resiste a probar cualquier alimento que provenga del reino animal y sueña con transformarse en árbol. Se planta.
En la novela La vegetariana, de la ganadora del Nobel, la decisión de una mujer de abandonar la carne trastoca un mundo.
La idea de la “sociedad del cansancio” nació en Corea del Sur, el país donde más se trabaja y que tiene mayor índice de suicidios (después de la pequeña Guyana). El confucionismo se mezcló con el ultracapitalismo y en el mejunje se mantuvo algo del viejo orden: la supremacía de los hombres. Cuando Yeonghye dice a su marido que ya no comerá carne, un mundo se disloca. “Antes de que mi mujer se hiciera vegetariana, nunca pensé que fuera una persona especial”, dice él, uno de los tres narradores de la novela (los otros son un cuñado y una hermana). Una pesadilla kafkiana se desata en la familia de la mujer que sueña con sanguinolentos bultos de carne. “Es una profunda reflexión sobre la violencia, del modo en que la sociedad y las relaciones vulneran al individuo en nombre del bien común, y sobre el anhelo extremo –e igualmente violento– de escapar de esa estructura colectiva para alcanzar un estado de absoluta pureza e inocencia”, escribió Sunme Yoon, nacida en Seúl y formada en Buenos Aires, traductora de la novela al castellano. Es que esta vegetariana tiene la fortaleza de un roble y en su renuncia radica un regreso a la tierra en el imperio de lo virtual.
Tuve la suerte de que este año ganara el Nobel una autora que sí había leído: la primera persona nacida en la década de 1970 en ser distinguida por la Academia sueca. Devota de Borges, el genio que nunca recibió su premio, Han Kang habla del cuerpo como el último reducto de libertad, y ni siquiera eso. La resistencia es silente y se manifiesta con la tranquilidad de un monje que se dedica a la vida contemplativa. “Mejor que no hable, a los mayores les gustan las mujeres calladas”, dice el marido y en la porfía de Yeonghye se juegan su deseo y su dignidad, ya no como Bartleby (“preferiría no hacerlo”) porque ella no se resigna al condicional. “No voy a hacerlo”, dice cuando habla con una vocecita ligera como una pluma y uno se pregunta cuánto queda de la voluntad personal en una sociedad que lleva la exigencia hasta el hastío, el agotamiento o la muerte. Así, alimentándose como un pajarito, entre la humanidad, la vegetalidad y la animalidad, Yeonghye finalmente se transforma en una heroína improbable, la mujer con la fuerza de un árbol silvestre sin podar.
¿Y el café?
En el prólogo de La vegetariana, el escritor español Gabi Martínez dice: “Para mantener el exigente brío de la pujanza económica se han introducido nuevos hábitos, entre los que destaca la fiebre del café, que ha convertido al bebedizo en el producto más consumido del país”. Hace apenas algunas temporadas, Corea del Sur regaló al mundo la receta del viralizado café Dalgona, que se prepara con dos cucharadas de café instantáneo (¡perdón!), dos cucharadas de azúcar, dos cucharadas de agua caliente, media taza de leche y algo de hielo. Con el color del dulce de leche, el Dalgona tiene dos atributos muy valorados en esta época porque es fácil de preparar y resulta vistoso para las fotos sin filtros: ni los Melitta ni los de Instagram.