Este verano, y cualquier otro, el único viaje imposible: a una playa de los años 70. Las sombrillas estampadas con franjas naranjas y verdes y las reposeras de lona manchadas con salitre alientan la fantasía estival: imagino a Anita Ekberg asoleándose junto al mar de Liguria y a Marcelo Mastroianni en la terraza del balneario, espiando detrás de sus Wayfarer mientras bebe un Spritz. La dolce vita parece eternizada acá, en los cinco pueblos costeros más lindos del mundo. Cualquiera que haya estado en Cinque Terre comprobó que la posibilidad del paraíso es menos bucólica que concreta pero incluso así inasible: es tan fenomenal la belleza que uno no puede sino angustiarse porque sabe que es efímera y que siempre queda atrás.

 

Cinque Terre o la paradoja de lo que es demasiado hermoso: postales de este paraíso italiano en miniatura donde el cronista fue feliz.

 

Los cinco pueblos están colgados literalmente de la roca y se unen en tren, yendo y viniendo, como si el viajero ansioso pudiera rebobinar y adelantar el paisaje como buscaría los mejores momentos de una comedia picaresca italiana. En Monterosso, el puerto lo confirma como el único de los cinco pueblos auténticamente marinero y la playa, aun con el pedregullo que escara los pies (¡nada de las arenas blancas caribeñas!), es un lugar donde fui feliz. En Vernazza, un torreón de piedra defiende la línea de la costa de cualquier ataque intrusivo y desde lo alto de la iglesia de Santa Margarita de Antioquía uno primero anhela el agua azul témpano y después confirma lo que supone: está helada. En Corniglia, aunque los turistas crueles le digan “la fea del baile”, la decadencia en colores pastel de las fincas combina con el verde de los terrenos donde crecen las uvas y los olivos. En Manarola, el vínculo con el mar es íntimo porque las piedras funcionan de trampolín para los bañistas más atrevidos, la playa invita al asoleamiento plácido (no se conocen aquí tarjeteros de boliches ni camionetas 4×4) y la Via dell’amore, un camino heredado de la tunelización ferroviaria, conduce con miradores y sobresaltos al último de los cinco. En Riomaggiore, una rambla acompaña el borde de la costa para entregarse al paseíto vespertino que acá, allá y en todas partes incluye a señoras con solero y a señores con el suéter anudado sobre los hombros.

 

En Cinque Terre, los filtros añejados están incorporados al paisaje: todo está desteñido y se ve con granulado fílmico, como si hubiera sido rodado en 70 mm. Hasta los barcitos de playa responden al estilo setentista, con manteles blancos de tela y mozos de saco. Pero no es el diseño de producción de un resort que explota el filón de la nostalgia: probablemente sea uno de los últimos sitios que se mantienen intactos. Y si en mis fantasías estivales muchas veces soñé con volver al departamentito donde pasé mis primeras vacaciones en una ciudad bonaerense eternizada en los 70, sé que en la vida rebobinar es imposible, y hasta indeseable: es mejor mirar hacia adelante porque después de este verano vendrá un invierno y más tarde otro verano, aunque no se piense en él cuando cae la nieve.

 

Publicado en Brando

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Nicolás Artusi

Es periodista y sommelier de café. Trabaja en radio, prensa gráfica, televisión y online. Escribe libros largos y artículos cortos. Fue declarado Personalidad Destacada de la Cultura de la Ciudad de Buenos Aires.