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Una vida narrada en metros cuadrados

Una épica de la mudanza sugiere que vaciar una casa es devolverle las paredes y restituir el esqueleto de los tabiques y las vigas porque vivir en ella es exactamente lo contrario: la construcción se transforma en espacio, se llena de sentido y se le niega el carácter meramente material. Puede o no ser un hogar, pero al habitarla la cosa se convierte en casa. Y a los 48 años, el escritor romano Andrea Bajani se mudó muchas veces y de ese trámite infernal, el que se dice que es tan estresante como un duelo o un despido, compuso una novela: El libro de las casas, recién publicado acá, que es la historia de un hombre a través de los lugares en los que vivió. 

 

Recién publicado acá, El libro de las casas cuenta la historia de un hombre a través de los lugares en los que vivió.

 

La sabiduría aplomada de los antepasados italianos nos enseñó que no existe nada más valioso que el ladrillo: Bajani está advertido de la importancia de ese capital y empieza su derrotero vital en la Casa del Sótano allá por 1975, donde vino al mundo, y lo termina allí mismo en un probable año 2048 en el que la tortuga del patio sigue viva. Pero en el medio pasa por la Casa de la Montaña, donde vivió su infancia con las cumbres de Turín al fondo de la vista de cada ventana, la Casa del Adulterio, donde a los 19 años fue el amante de una señora casada, o la Casa Señorial de Familia, donde llegó a tener Esposa e Hija. Él se identifica simplemente como Yo. El truco es deudor de la retórica de los avisos clasificados (“la primera casa tiene tres dormitorios, un salón, una cocina y un baño”) y la asepsia técnica del catastro municipal (se adjuntan planos de las construcciones) aunque se impone la memoria personal y colectiva: los terrores nocturnos a un padre violento, los éxitos o los fracasos amorosos, las rutinas del escritor y las muertes de El Prisionero y El Poeta, que son Aldo Moro y Pier Paolo Pasolini, cuyos crímenes provocaron un trauma en el inconsciente italiano. En cada mudanza, él deja fragmentos de su historia y un rastro de muebles, objetos y cachivaches que le permiten seguir más liviano porque, como decía Borges que el poeta Cansinos Assens decía, el amor por las cosas es muy triste porque las cosas no saben que uno existe.

 

Si “lo que hace que una casa sea una casa es el contexto, las personas y la disposición de los cuerpos en el espacio”, Bajani entiende que un hogar no siempre necesita piso, techo y cuatro paredes: una casa puede ser ambulante, como cualquier Fiat heredero de las latas que Italia produjo en serie después de la guerra y donde envasó a generaciones enteras de familias en movimiento, o hasta un anillo de casado, modelo de casa construido en oro en el que techo y suelo continúan en la misma curvatura. En una casa entra apenas un colchón y en otra, las dos cuadras que la separan de la anterior la sitúan más arriba de la escala social (como si estuviera de éste o aquel lado de la avenida Rivadavia) y el hombre de clase media se convierte en pequeño burgués. El detalle arquitectónico es una excusa: El libro de las casas las enumera con menos precisión que una ficha técnica y en la progresión temporal se advierten las señales de la época. Ahí donde los abuelos eran propietarios de caserones, a los hijos les quedó el consuelo de un departamento con dependencias y a los nietos, el desconsuelo de un monoambiente alquilado.

 

En la mudanza, las paredes recuperan el estatus del revoque y exhiben los clavos pelados, concebidos para vivir ocultos, y las marcas rectangulares delatan el lugar donde colgaron los cuadros; el suelo exhibe los rayones que dejaron las patas de las sillas y en el fondo de alguna cajonera sobrevive la vela que ayudó en el último apagón. “Desde ese piso emprenden los muebles su infinita peregrinación por el tiempo y el espacio”, escribe Bajani. No hay casi nada más desolador y a la vez prometedor que una casa vacía. A la espera de la picota fatal o el habitante venidero, es sólida como todo lo inmueble (por oposición, el que se va se vuelve más ligero) y algo fantasmagórica: los clavos son los ojos del ladrillo y desde las entrañas de las paredes ven que no queda nadie.

 

Publicado en La Nación

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Nicolás Artusi

Es periodista y sommelier de café. Trabaja en radio, prensa gráfica, televisión y online. Escribe libros largos y artículos cortos. Fue declarado Personalidad Destacada de la Cultura de la Ciudad de Buenos Aires.