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Uno en la multitud

Una nueva vara invisible rige los vínculos sociales entre uno y los otros: ¿están a metro y medio? La primera pandemia de la globalización dejará su huella en los hábitos y las costumbres: si es cierto que de cada gran epidemia aprendimos algo (no tocar las heridas purulentas de los demás o lavarnos las manos antes de comer), esta enfermedad replantea el vínculo con otros humanos justo cuando estamos más ensimismados. Es probable que haya una moraleja, pues: tendremos que aprender otra vez cómo relacionarnos con los ajenos. Pero después de un año y medio de confinamiento y distanciamiento, las gratificaciones típicas de la clase media, ahí donde la promesa del placer instantáneo alimenta el gustito superfluo o el gasto no presupuestado, proponen un dilema. ¿Cómo volver al restaurante, el cine, el estadio o el gimnasio? La de covid-19 será una pandemia que habrá exigido una convalecencia colectiva y una rehabilitación menos física que anímica: el desafío de volver a vivir en grupo y beneficiarse del contacto con extraños. 

 

La pandemia hizo que muchas de las actividades típicas que hacen deseable la vida en las ciudades se gestionaran de manera remota, impersonal. ¿Cómo se reconfigurarán los vínculos? ¿Recuperaremos la idea de que vivir en sociedad es vivir con extraños?

 

“Debería haber una nueva palabra para esa extraña mezcla de esperanza y alarma inspirada por la visión de una multitud poscuarentena”, escribió el periodista Joe Moran en el diario inglés The Guardian (1). La experiencia nos demostró que el hemisferio norte funcionó como el trailer de una película que aquí, en el sur, habríamos de ver más tarde: las imágenes de un Wembley repleto para la final de la Eurocopa o de una discoteca estallada de cuerpos a los que rodean nubes de aerosoles se nos revelan tan ansiadas como inquietantes. Será asignatura futura de los sociólogos, o de los autores de bestsellers más cerca en el tiempo, analizar cómo deberán repensarse los vínculos de una raza que, antes que cualquier otra cosa, es gregaria y social: ya se augura un aluvión editorial sobre el tema. “Los extraños están desentendidos de nuestros mundos y vidas y esa ausencia puede aliviar nuestras propias cargas”, escribe el filósofo Will Buckingham en Hello, Stranger, un libro recién publicado en inglés (2). En The Power of Strangers, otro ensayo reciente, el periodista Joe Keohane se vale de nuevas investigaciones en psicología social para documentar cómo el vínculo con desconocidos suaviza las diferencias ideológicas y aumenta el compromiso social (3). Si los mandamientos maternos se apoyan sobre dos prohibiciones (“no levantarás comida del piso” y “no hablarás con extraños”), desde el subtítulo de su libro, Keohane sugiere lo contrario: “Los beneficios de conectar en un mundo de sospechas”.

 

No es casual que en la época de los algoritmos, esos cálculos matemáticos diseñados para que solo nos vinculemos con el material que nos resulta familiar, la retórica sanitarista nos hable de burbujas. ¿Qué pasará cuando ya no sea imperativo estar encapsulados? Habrá un tiempo de calibración, probablemente. La diferencia entre temerosos y temerarios ya no será semántica sino empírica: unos cruzarán de vereda cuando avizoren un grupito cerca de la esquina y otros se hundirán en un mar de cuerpos sudados en el primer partido de fútbol que vuelva a admitir hinchada local.

Y unos cuantos más quemaremos los barbijos no bien podamos pero secretamente pediremos que ya no sea costumbre saludar a todos con un beso al llegar a la oficina o un cumpleaños. En Hello, Stranger, la muerte de su pareja empuja a Buckingham a una rutina de resocialización y encuentra argumentos históricos y antropológicos que demuestran cómo el cultivo de la alteridad, la capacidad de ser otro o alguien distinto, alivia las cargas de ser uno mismo. En The Power of Strangers, Keohane se rebela contra uno de los efectos colaterales inadvertidos de la pandemia: el silencio en las ciudades. “Nos paramos mudos en la farmacia y en la caja del supermercado, distraídos por nuestros teléfonos, apenas dando las gracias, aun cuando las tasas de soledad se disparan”, escribe: “En internet, nos refugiamos en silos ideológicos reforzados por algoritmos diseñados para llevarnos a ideas familiares y a usuarios que piensan como nosotros. En la política nos consume cada vez más el miedo a personas que nunca hemos conocido. Pero, ¿y si los extraños, a los que a menudo se culpa de nuestros problemas políticos, sociales y personales más urgentes, son en realidad la solución?”.

 

La red social

“Puesta en perspectiva con otras pandemias, la hemos pasado mejor y peor”, escribe el biólogo Juan Manuel Carballeda en su libro Fiebre, que recopila una historia breve de las epidemias (4). “Y siempre aprendimos algo. Esta vez no será la excepción aunque quizás no tengamos del todo claro cuál es la enseñanza”, concluye. Acaso lo que habrá que reaprender es aquello que nos define como raza social. En su investigación, Keohane ubica en los primeros asentamientos humanos, diez mil años atrás, la obligación casi sagrada de ser hospitalario con los desconocidos debido a que los extraños llevaban mercancías y noticias a los pueblos; pero también constituían un sistema de supervivencia porque la fragilidad humana frente a otras especies era reforzada mediante la más primigenia red social. También cita una palabra del griego antiguo, xenia, que era el contrato tácito de hospitalidad que se firmaba entre desconocidos (de allí derivan xenos, que significa a la vez “extraño” y “amigo”, y la actual xenofobia, o “fobia a los extranjeros”). Y exhuma antiguas leyendas folklóricas, como las bíblicas, en las que las personas que hospedan a los forasteros se convierten en ángeles; las homéricas, porque Ulises en La odisea se encuentra con malos anfitriones, como los cíclopes, pero también con extraños que lo ayudan a volver a Ítaca; o la japonesa del ijin (en traducción libre, “persona diferente”), que narra la parábola del pordiosero que en realidad es un príncipe: aquel que ofrezca una mano al extraño será recompensado.

 

Después de la pandemia, el desafío de las clases urbanas será volver a vincularse con aquellos que estén afuera de la burbuja propia. La cuarentena, el aislamiento y el distanciamiento (todos términos que las autoridades usaron para establecer diferentes categorías de una misma instrucción: mantenerse alejado de los otros) aceleraron el proceso de ensimismamiento. Muchas de las actividades que hacen deseable la vida en las ciudades, como el entretenimiento, la cultura o las comidas, se gestionan de manera remota e impersonal. Solo hay que hablar a una máquina, pulsar un código, acercar un plástico y, en el caso de que haya un humano, su rostro se nos ocultará detrás de un barbijo o una cortina de nailon. “Convertidos en invisibles por la tecnología, las legiones de extraños que sirven a nuestras necesidades se vuelven poco más que instrumentos de uso, condenados a un anonimato permanente”, escribe Keohane. Hasta una actividad inevitablemente física, como la deportiva, se vuelve inmaterial: las cadenas de gimnasios ofrecen membresías que incluyen la admisión a salones despoblados y clases virtuales con entrenadores que ajustan sus músculos a las exiguas dimensiones de la pantalla de un Zoom.

 

Tal como publicó la revista New York hace algunas semanas, con el regreso paulatino de las actividades volvió aquello que se conoce como FOMO, un neologismo que significa fear of missing out, o el “temor a perderse algo” propio de las ciudades hiperactivas (5). El periodista Matthew Schneider escribe: “La pandemia nos forzó a simplificar nuestras vidas y mirar hacia adentro. Ahora es tiempo de divertirnos otra vez. Debería ser fácil, ¿no?”. La pregunta retórica sugiere la respuesta: no. Aun cuando las ciudades propongan aforos y protocolos, el regreso a la cerveza compartida o el beso fugaz tendrá que negociar con el estrés postraumático de una época donde la función esencial del otro (apenas: respirar) se anunció como una amenaza de contagio. Tras el registro de todas las cenas, las fiestas, los desfiles y las inauguraciones que intentan hacer de Nueva York la ciudad que fue hasta marzo del año pasado, el artículo concluye con el testimonio de un entrevistado anónimo que se presenta como un ex party boy: “Creo que debemos reconstruir nuestro músculo social”, dice y, después de enumerar una semana agotadora en la que salió a la calle cuatro días seguidos, confiesa que el quinto día no se pudo mover de la cama: “Necesitaba estar en una habitación oscura y ponerme en cuarentena de la sobresocialización”.

 

Salgan a la vida

“La pandemia no acabó, pero varios países creen que es necesario aprender a vivir con el virus”, escribe la periodista Sui-Lee Wee en The New York Times, donde registra el nuevo enfoque sanitarista de algunas ciudades grandes: ya no proponerse evitar el contagio de las mayorías sino dedicarse a salvar los casos más graves (6). En el artículo, Sui-Lee documenta la incertidumbre de un empleado público israelí que, a pesar de la inquietud, se anima a meterse en un cine de Jerusalén y de una vecina romana que, aun vacunada y sin obligación de taparse la boca, no se atreve a abandonar la mascarilla. Tras un año y medio de pronósticos desalentadores, alertas tremendistas y noticias falsas, la sociedad prudente desconfía del mandato actual: “¡Salgan a la vida!”.

 

“Las representaciones no se constituyen solo con elementos cognitivos sino que además inciden en ellas elementos emocionales (por ejemplo, modalidades de negación o proyección, formas de asunción de los miedos, estrategias de evasión, sistemas de naturalización, formas distorsivas, entre otras) y ético-morales (modelos de comunidad, de lazos sociales, prioridades, intereses, primacía de los derechos propios o el bien colectivo ante distintas situaciones)”, distingue el sociólogo Daniel Feierstein en su libro Pandemia (7). En la Argentina, la cuarentena dura que tuvo lugar entre abril y agosto dio paso a una relajación injustificada entre septiembre y diciembre: la sociedad, con el auspicio del gobierno, la oposición y los medios de comunicación, decidió volver a una vida colectiva casi despreocupada aunque la amenaza aún no se había disipado. Según Feierstein, ya agotadas las instancias de restricción y control, el gobierno nacional se decidió por la “fuga hacia adelante”: así, promovió las vacaciones de verano, los eventos multitudinarios y hasta el turismo de Semana Santa, esto último en el peor momento de la pandemia, con unos 40 mil contagios registrados por día.

 

Es indiscutible: no estamos hechos para vivir aislados. En su ensayo Vida precaria, la filósofa Judith Butler propone una ontología de la vulnerabilidad y una lógica del duelo que ayuda a pensar la sociedad desde la pérdida: los humanos estamos conectados a los otros, incluso con quienes tuvimos una relación fugaz o ni siquiera, a través de una vulnerabilidad compartida (8). Si antes de la pandemia nos veíamos como seres autosuficientes y hasta blindados, protegidos por un entramado de máscaras sociales, ahora estamos literalmente ocultos de los otros pero, según Butler, el cuerpo ofrece algo que sentimos como una armadura y en realidad es débil, permeable y vulnerable. Esa piel porosa deja pasar las partículas de coronavirus pero también nos expone a las miradas, los deseos, las necesidades y hasta los actos violentos de los otros. Los barbijos, pienso yo, o todavía peor, esas cortinas faciales de plástico que parecen máscaras de fundición importan a la vida diaria el concepto de interfase que la tecnología nos legó: intermediados por un vidrio, ahí donde se hablaba de la era de las cuatro pantallas (el televisor, la computadora, la tableta y el teléfono, en estricto orden inverso de tamaño y vínculo personal), a partir de ahora habrá que hablar de una quinta: la pantalla facial.

 

“¿Se acuerdan del apretón de manos y de la charla ligera”, se pregunta Moran en The Guardian y después razona sobre lo inevitable: “Somos animales narrativos. Cada extraño nos ofrece una pequeña pepita narrativa, una historia que no habíamos escuchado antes. Ulises devolvió la generosidad de sus anfitriones ofreciéndoles el único bien que tenía: relatos”. Más temprano que tarde, regresarán el abrazo eufórico con un hincha desconocido del mismo club de fútbol y los besos consentidos en la mística de bares y discotecas. Aun en la precaución o la desconfianza, el cuerpo vuelve al roce con lo ajeno: en un acto que tiene mucho de ritual y bastante de iniciático, ya desnudé mi brazo para que un desconocido clave una aguja y en la odisea de esta época no retribuyo con relatos sino con la manifestación suprema de la cercanía: la selfi. Entrego como ofrenda mi piel para el pinchazo y entre el alivio y la gratitud, y aunque jamás me haya subido a un tranvía llamado deseo, hago propia la frase más certera que yo pensaba, hasta ahora, solo era puro teatro: “Siempre he dependido de la amabilidad de los extraños”.

 

Publicado en Le Monde Diplomatique

 

NOTAS

1. Joe Moran, Crowd control, The Guardian, Londres, 2021.

2. Will Buckingham, Hello Stranger, Granta, Londres, 2021.

3. Joe Keohane, The Power of Strangers, Random House, Nueva York, 2021.

4. Juan Manuel Carballeda, Fiebre, El gato y la caja, Buenos Aires, 2021.

5. Matthew Schneider, The return of FOMO, New York, Nueva York, 2021.

6. Sui-Lee Wee, How Nations Are Learning to ‘Let It Go’ and Live With Covid, The New York Times, Nueva York, 2021.

7. Daniel Feierstein, Pandemia, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2021.

8. Judith Butler, Vida precaria, Paidós, Buenos Aires, 2006.

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Nicolás Artusi

Es periodista y sommelier de café. Trabaja en radio, prensa gráfica, televisión y online. Escribe libros largos y artículos cortos. Fue declarado Personalidad Destacada de la Cultura de la Ciudad de Buenos Aires.