Hace algunas semanas, en este mismo diario, un periodista se asombraba ante lo que consideró una falta grave de etiqueta: un gobernador argentino se reunió con el Papa sin corbata. Para el colega fue un despropósito (“hemos despreciado muchos rasgos de urbanidad, muchas normas de convivencia, muchos hábitos sociales y familiares que expresan –a través de ciertas convenciones– valores un poco más sustanciales”, escribió) y para mí, que justo empezaba a leer el libro El traje, apenas fue una transgresión módica: si es cierto que la ropa es pura representación, o un símbolo subestimado pero perdurable de su época, vale pensar que en un mundo que vive cambios vertiginosos la corbata pueda ser un anacronismo.
En El traje, el historiador escocés Christopher Breward compone un ensayo erudito alrededor de la sagrada trinidad pantalón-saco-corbata y cómo persiste en el imperio del jean y la remera.
En El traje, con el subtítulo “Forma, función y estilo”, el historiador escocés Christopher Breward compone un ensayo erudito alrededor de la sagrada trinidad pantalón-saco-corbata y cómo persiste en el imperio del jean y la remera. ¡Un milagro! En la moda, una disciplina en la que todo cambia dos veces por año, el traje es bastante parecido a lo que era hace cuatro siglos y eso lo convierte en un ícono con una memoria cultural muy difícil de borrar: “Sus discretos pero ubicuos contornos siguen vistiendo a hombres y mujeres de las ocupaciones más variadas, desde los políticos hasta los agentes de bienes raíces, desde los empleados bancarios hasta los rabinos, desde los abogados defensores hasta los novios de las bodas”. Aun artificioso, o quizá por eso mismo, el traje se calza para la ocasión que excede la familiaridad de lo íntimo: del mitín al “sí, quiero”.
A medida o prêt-à-porter, montado en un sistema casi fordista de producción, el traje es un ejemplo de persistencia. “En líneas generales, mis hábitos de vestimenta no se han alejado mucho de los que habían dictado la apariencia generacional de mi padre o de mi abuelo”, escribe Breward, que define su guardarropa cotidiano como el de un triste hipster cuarentón aunque confiese tener un traje gris oscuro y una corbata negra para las ocasiones especiales (y ese apego por la tradición lo anima a desear la supervivencia del traje por otros cuatrocientos años). El autor se fascina con la paradoja del conjunto, una chaqueta abotonada de manga larga con solapas y bolsillos, un chaleco y pantalones largos: la simplicidad de su apariencia oculta la complejidad de su confección. Sin embargo, el traje es cualquier cosa menos inocente: emblema de poder y superioridad, fue el uniforme de la colonización europea sobre las culturas de otros continentes y el hábito opresor del patrón sobre el descamisado. Pero nada es intocable. Los trajes de los funcionarios comunistas de China, con el inevitable “cuello Mao”, o de los sapeurs, los dandis multicolores del Congo, son modelos de intercambio cultural y rebelión textil.
“Los actuales impulsos milenaristas tienden a la desintegración, tanto del estilo como de la política”, escribió la historiadora del arte estadounidense Anne Hollander, convencida de que el traje es implacablemente moderno en el mejor sentido clásico y de que por eso mismo sobrevivirá durante mucho tiempo. En la moda, lo único permanente es el cambio: si hace cien años era impensable un gobernador sin sombrero o bastón, la inexorable agonía de la corbata no traerá un mayor desastre.