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El abrazo del oso

En la reunión de la embajada, la tensión es evidente. Alrededor de la lustrosa mesa de roble, los camaradas encarnan arquetipos que parecen salidos de una película de James Bond: de fajina y repleto de condecoraciones, un militar pelado lustra su monóculo mientras una mujer de traje alisa su frente por lo tirante del rodete y un burócrata de bigotito mandarín cabecea mientras el secretario general exige la grabación de sus palabras y el anfitrión, un señor amable de saco bien cortado, evidentemente inglés o norteamericano, dice que claro, sí, enseguida, porque en su país tienen grabadores doble casetera. “¿Copiado rápido Noblex?”, se pregunta el secretario general con el acento filoso de un cómico uruguayo que adoraba actuar de ruso, y después el estallido: “¡¿Cómo nosotros no lo tenemos?!”. En los 80, la publicidad de gran presupuesto remataba con el actor Ricardo Espalter haciendo el gestito de descabezar al burócrata (¡zácate!) y reproducía un estereotipo anclado en los años finales de la Guerra Fría: atrasado por el comunismo, al ruso las cosas le salen mal.

 

La vacuna rusa reavivó temores largamente instalados en Occidente, particularmente a través de los villanos rusos de Hollywood. La paranoia de la infiltración conecta con una arraigada tradición anticomunista, aunque hayan pasado 30 años del fin de la URSS.

 

“¡Nos enchufan las vacunas que nadie quiere en el mundo!”, se queja con modos intratables un comentarista de televisión, evidentemente reduciendo el planeta a los países que admira o le importan (la sinécdoque favorita de cierto periodismo que designa el todo por una parte: para él, “el mundo” se limita a los países que integran la OTAN y algún otro, remoto pero virtuoso en tanto hable en inglés: Australia o Canadá). Se discute la geopolítica de la inmunidad con la ligereza de una charla de farmacia y un lado del panel está inclinado a desconfiar de las vacunas rusas y chinas porque “vienen de países que no son de fiar”. Acaso el soft power, esa expresión que acuñó el politólogo Joseph Nye para definir la capacidad de un país para tener influencia sobre otros valiéndose de medios culturales o ideológicos, haya dado el retorno tras décadas de inversión: después de una cantidad incontable de películas y series, entre distintos artefactos de la cultura popular, en que rusos y chinos encarnaron a los villanos, un espectador inadvertido terminará creyendo que la vacuna contra el coronavirus se habrá descubierto en el laboratorio del satánico Doctor No. 

 

La retórica del entretenimiento bélico construyó héroes y villanos perfectos. Una famosa encuesta del Instituto Francés de Opinión Pública (IFOP) documentó que en 1945, justo después del final de la Segunda Guerra Mundial, el 57 por ciento de los franceses creía que la Unión Soviética era el país que más había contribuido a la derrota del nazismo (1). Setenta años más tarde, la misma encuesta arrojó un resultado inverso: el 23 por ciento de los franceses reconoció el mérito soviético y el 49 por ciento dijo creer que la victoria se les debe a los Estados Unidos. “A diferencia de lo que ocurre en Occidente, en la Unión Soviética el cine no se plantea como un negocio destinado a devengar dividendos sino como un servicio prestado a la comunidad”, escribe el crítico español Román Gubern en su Historia del cine (2): “Sería ingenuo ignorar los errores y abusos que pueden derivarse de tal servidumbre didáctica y propagandista, pero en cualquier caso las ideas de servicio y de utilidad social dominan todos sus géneros”. Desde los dibujos animados ligeros hasta los dramas densos, el cine ruso del siglo XX cultivó el realismo socialista y en China, aunque no tan ideologizado como en la URSS, el cine también se sometió a la disciplina revolucionaria.

 

Y en los Estados Unidos, el cine encontró su eureka: el arquetipo del héroe. En las fábulas de James Stewart, eterno en su interpretación de “el hombre de al lado”, o en la singular humanidad de superhéroes como Iron Man o Hulk, que deben sus anatomías alteradas a los usos perniciosos de la ciencia por parte de los rusos (una bomba o los rayos Gamma), el cine industrial encontró un modelo de referencia al que admirar y en el que reconocerse pero, mucho más importante, definió su reverso, alguien a quien temer, repudiar o eliminar: el villano perfecto. Hollywood fue muy puntual al actualizar el pasaporte de sus enemigos (según las épocas, alemanes, japoneses, rusos, chinos, coreanos, vietnamitas, iraníes, talibanes, árabes) pero en el espectro ideológico fue más constante porque el comunismo se erigió como una amenaza ominosa, capaz de provocar daños irreparables en escalas diversas, desde el tejido universal hasta el íntimo: la conquista del mundo (en varias películas de la primera etapa de 007 o su reverso paródico, El superagente 86) o la destrucción por dentro de la célula primaria del ideal norteamericano (The Americans). Encarnado por fanáticos y obtusos el comunismo de Hollywood era maléfico o, apenas: fallido.

 

Un lobo en el país del oso

Si es cierto que en las películas históricas de Hollywood los antiguos romanos sudan sin interrupción, los rusos son naturalmente fríos. “Hombres del pueblo, soldados, conspiradores, todos bañan sus rasgos austeros y crispados con un chorrear abundante (de vaselina)”, escribe Roland Barthes en sus Mitologías (3): “Y los primeros planos son tan frecuentes que, sin lugar a dudas, el sudor resulta un atributo intencional. Como el flequillo romano o la trenza nocturna, el sudor también es un signo. ¿De qué? De la moralidad”. En películas como Julio César (4) o Espartaco (5) todo el mundo suda porque en todo el mundo algo se debate: una idea, un trauma o un dilema y el sudor mismo se encarga de manifestarlo. En cambio, a tono con los proverbiales inviernos de Siberia, el ruso nunca transpira: el departamento de maquillaje nos remarca que tiene sangre fría. A diferencia del camarada chino, que actúa en manada para transmitir la idea de conjunto infinito (Mafalda nos recordaba que “Mao dijo que si los 700 millones de chinos se ponían de acuerdo y daban al mismo tiempo una patada en el suelo, el resto del mundo iba a pasarla mal”), el ruso hollywoodense es, antes que cualquier otra cosa: un lobo solitario.

 

En películas como La casa Rusia (6) o Parque Gorki (7), ambas basadas en novelas, el ruso es uno que se corta solo y si el régimen se erige como epítome de lo dañino, por lo que provoca en hombres que podrían haber desarrollado cualidades de héroes, lo marca menos la maldad que la burocracia o la impericia. La serie Chernobyl (8) muestra cómo, aun ambientada más de treinta años después de la muerte de Stalin, Rusia seguía congelada en la lógica estalinista: la certeza errada de que no puede existir falla en la técnica soviética y el terror al gulag o el paredón empujan a desoír el peligro hasta que ya es demasiado tarde. 

 

Con el binarismo de las fábulas cinematográficas, en las que el héroe y el villano se perciben fácilmente a través de sus estereotipos (la asignación de los rasgos comunes de un grupo social a una persona en la que se diluyen sus características particulares), el héroe, generalmente estadounidense o inglés, siempre occidental, triunfa porque representa a sociedades capitalistas donde la idea misma del progreso continuo conduce al éxito individual que derrama sobre lo colectivo; el antihéroe o villano fracasa porque es el fusible de un régimen donde se desalienta el cultivo de atributos personales y eso lleva al atraso y la decepción, como el ruso de Espalter que, aun habiendo enviado una perra al espacio, no conoce los grabadores doble casetera. En Chernobyl, el ruso no muere por la radiación: muere por la burocracia de un estado que se mueve como un oso con resaca. 

 

En sus Mitologías, Barthes recuerda que los espectáculos del catch estadounidense de la década del 50 presentaban a un villano grotesco llamado Kuzchenko, al que le decían “Bigote” en honor a Stalin (para Barthes, “el mal luchador siempre se considera que es un rojo”). Arquetipo de la villanía en la lucha libre, el grado cero del espectáculo, el ruso Kuzchenko era un rudo como el armenio Yerpazian o el italiano Gaspardi, todos embajadores informales de países entonces intocados por las ventajas del capitalismo. Como más tarde Ivan Drago en Rocky IV (9) o Ivan Korshunov en Avión presidencial (10), Kuzchenko era un manipulador que desconocía las reglas en la búsqueda de su objetivo, alguien que a veces negaba los límites formales del ring y pegaba aun cuando su adversario estuviera tocando las cuerdas o que otra veces reclamaba la protección del cuadrilátero que él mismo había desconocido antes. Astuto para encontrar la trampa entre las grietas del sistema, Kuzchenko fue un pionero en la conformación del modelo para el antagonista del héroe norteamericano. ¿Qué era ese ruso canalla? “Esencialmente un inestable que solo admite las reglas cuando le son útiles y transgrede la continuidad formal de las actitudes”, escribe Barthes: “Es un hombre imprevisible, por lo tanto asocial”. Entonces y ahora, el ruso solo juega para sí mismo.

 

Están entre nosotros

“Napoleón fracasó, Hitler fracasó, pero Coca-Cola al Oso ruso venció”, canturrea el personaje de James Cagney en Uno, dos, tres (11), la comedia de Billy Wilder en la que un ejecutivo estadounidense quiere introducir la marca de gaseosas del otro lado de la Cortina de Hierro aunque en las calles soviéticas recreadas por el departamento de arte se lea la leyenda “Yankees Go Home”. Wilder, con la lucidez de un inmigrante en Hollywood (era austríaco y nunca llegó a hablar bien el inglés), mostró el reverso del miedo máximo en los años de la Guerra Fría: la infiltración. Insidioso y persistente aun en los fracasos, con la ligereza que da el riesgo de perderlo todo al que no tiene nada propio, el comunismo se supuso capaz de penetrar sigilosamente en la sociedad estadounidense para destruirla desde adentro, como un virus o su antídoto (los rojos se mimetizan con el color de la sangre). 

 

En La invasión de los ladrones de cuerpos (12), un clásico de la ciencia ficción paranoica, Don Siegel transporta el miedo de la época a un pequeño pueblo modélico estadounidense donde un médico descubre que sus vecinos son reemplazados por réplicas casi idénticas y que la trama responde a un plan extraterrestre por infiltrarse en los cuerpos humanos. “¿Son los ladrones de cuerpos similares a los comunistas deseosos de acabar con la libertad individual?”, se pregunta un buen ciudadano. Muchos años después, la serie The Americans (13) traslada la acción a los años 80, justo cuando el gobierno de Ronald Reagan estimula la desconfianza en las etapas finales de la Guerra Fría y con la posibilidad de la deflagración nuclear definitiva como amenaza constante. En un suburbio de Washington, los padres de la familia nuclear típica no son lo que parecen: en realidad, son espías rusos que aun abrumados por las burocracias cotidianas, como la firma del cuaderno de comunicaciones o la reunión de padres, se ciñen a las demandas de un individualismo estricto para lograr los fines de la Madre Rusia.

 

“¡Ya tengo ganas de tomar vodka!”, bromea un presidente después de que le administran la vacuna Sputnik V. Si el humor es una herramienta contra el miedo o la desconfianza, la broma delata la persecuta que se inculca a través de la cultura popular: la posibilidad de la infiltración. ¿Están entre nosotros? El pinchazo inocula en las venas un torrente de anticuerpos y, aunque no se conocen casos de nadie que se haya vacunado y al día siguiente amaneciera hablando en ruso, el vodevil de la Sputnik habría sido el guion perfecto para una película paranoica. Ya despejados los cielos de la guerra de las galaxias y la amenaza nuclear, y con el mundo sumido en una nueva cepa de preocupación, hoy se cierra la elipsis perfecta, una que empieza con el terror esperpéntico que despertaba el Dr. Insólito (14) y que termina con la gesta épica de cada avión que se despacha en búsqueda de vacunas y que rinde tributo involuntario al título que la película de Stanley Kubrick recibió en algunos países: teléfono rojo, ¡volamos hacia Moscú!

 

Publicado en Le Monde Diplomatique

 

Notas

  1. 1. Instituto Francés de Opinión Pública (IFOP), www.ifop.com/publication/les-francais-et-le-soixante-dixieme-anniversaire-du-debarquement-de-normandie/
  2. 2. Román Gubern, Historia del cine, Editorial Anagrama, Madrid, 1969
  3. 3. Roland Barthes, Mitologías, Siglo XXI Editores, Buenos Aires, 1957
  4. 4. Joseph L. Mankiewicz, Julio César, Estados Unidos, 1953
  5. 5. Stanley Kubrick, Espartaco, Estados Unidos, 1960
  6. 6. Fred Schepisi, La casa Rusia, Estados Unidos, 1990
  7. 7. Michael Apted, Parque Gorki, Estados Unidos, 1983
  8. 8. Craig Mazin, Chernobyl, Estados Unidos, 2019
  9. 9. Sylvester Stallone, Rocky IV, Estados Unidos, 1985
  10. 10. Wolfgang Petersen, Avión presidencial, Estados Unidos, 1997
  11. 11. Billy Wilder, Uno, dos, tres, Estados Unidos, 1961
  12. 12. Don Siegel, La invasión de los ladrones de cuerpos, Estados Unidos, 1956
  13. 13. Joseph Weisberg, The Americans, Estados Unidos, 2013-2018
  14. 14. Stanley Kubrick, Dr. Insólito, Estados Unidos, 1964
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Nicolás Artusi

Es periodista y sommelier de café. Trabaja en radio, prensa gráfica, televisión y online. Escribe libros largos y artículos cortos. Fue declarado Personalidad Destacada de la Cultura de la Ciudad de Buenos Aires.