Hubo un día en que las cafeteras se mudaron de la cocina al living. Cromadas, luminosas, suaves: si es cierto que lo liso es un atributo permanente de la perfección (“la túnica de Cristo no tenía costura, así como las aeronaves de la ciencia ficción son de un metal sin junturas”, comparó Roland Barthes en sus célebres Mitologías), las máquinas de café en cápsulas son un objeto superlativo. Así las llaman en Nespresso: “máquinas”, jamás “cafeteras” (tal vez porque el folklore popular emparenta el término con una idea de tecnología vetusta cada vez que se pida al chofer que apure ese motor “porque en esta cafetera nos morimos de calor”). Las máquinas de café en cápsulas expresan una voluntad de progreso técnico y una arrogancia de diseño sin rebabas ni mugres ni ruidos: si en la cafetera tradicional es inevitable el desparramo del grano molido sobre la mesada y el enchastre propio de la faena artesanal, en el aparato moderno (siempre con formas espaciales) la asepsia en el uso y la eficiencia en la preparación cumplen con la promesa que el retrofuturismo nos había hecho desde los tiempos de Los supersónicos: que la tarea se ejecute sólo con apretar un botón.
Para los fanáticos irreductibles del café, herederos de los viejos hippies californianos que iniciaron el culto por los granos especiales en la década del 70, puede ser una herejía: “Hay que sufrir para ser elegante”, escribió el español Pedro Schwenzer Pfau en un famoso artículo de la revista El librepensador donde denunció la “moda engañosa” de las cápsulas de café: “Lo que se vende como extravagancia es en realidad un intento encubierto de monopolización del mercado”. Los baristas amateurs se quejan de que todas las marcas promuevan un sistema cerrado de consumo, donde la máquina sólo funciona con su propio modelo de cápsula, eliminando la posibilidad de la mezcla o la experimentación. Y los románticos lamentan la pérdida de un ritual tan manual como centenario: ahí donde hubo un molinillo para triturar café fresco, el cartucho de plástico y aluminio hoy sacraliza un temor atávico sobre el futuro, que sólo será industrial y sintético. Si el espresso es sagrado para los devotos del café, las máquinas de cápsulas son “mensajeras de lo sobrenatural”, como Barthes decía de los autos cero kilómetro: “Se encuentra fácilmente en el objeto, a la vez, perfección y ausencia de origen, conclusión y brillantez, transformación de la vida en materia (la materia es mucho más mágica que la vida), y para decirlo en una palabra en el objeto se encuentra un silencio que pertenece al orden de lo maravilloso”.
Publicado en La Nación
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El café que tomaban los Supersónicos
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