La antigüedad desafía el calendario: a los sesenta años, José Antonio lleva cuarenta y seis detrás de la barra. De smoking impecable y sonrisa gentil, es diestro en el manejo de la coctelera y el vaso. En el Boadas, el bar más legendario de Barcelona, uno se acoda en la barra y puede entablar charla con el cantinero que, aunque algo parco y siempre respetuoso en la distancia con el cliente, atiende la conversación. Esta noche le pido un Joan Miró, una mezcla de whisky escocés, aperitivo Dubonnet y licor Grand Marnier, y acaso inspirado por una súbita lucidez etílica, saco cuentas:

-José Antonio, si tiene sesenta y hace cuarenta seis que sirve alcohol aquí, quiere decir que empezó a trabajar a los catorce en la coctelería. Eso no era legal…

-Con Franco todo era legal.

El Boadas, el mítico bar catalán al que iban Dalí, Hemingway y Franco y que no se rindió ante las modas del trago colorinche o la cerveza artesanal.

Se cuenta que el Generalísimo pasaba por acá para apurar una copita en cada visita a la ciudad condal. Con su recia estirpe señorial de cueros lustrados y estaños pulidos, el Boadas es la leyenda viva de Barcelona, el bar que no se rindió ante las modas del trago colorinche o la cerveza artesanal (aunque sí ofrezca el impronunciable Chygrynskiy, una copa digestiva en tributo a un futbolista ucraniano, con vodka, ginger ale y jugo de limón y arándanos). La coctelería fue el berretín de Miguel Boadas Parera, un cubano hijo de catalanes que abrió su propio establecimiento hace ochenta y cinco años. Por acá pasaron todos: desde Greta Garbo y Salvador Dalí hasta Pablo Picasso y Ernest Hemingway (en una fenomenal parábola familiar y alcohólica, don Boadas era primo de los dueños de El Floridita y la Bodega del Medio, los antros cubanos donde el escritor pasó sus mejores noches). Fallecido hace unos cuantos años, el viejo Boadas sobrevive desde un cuadro al óleo donde se lo ve sonriente, agitando una coctelera, y con la cabeza calva reproducida en un busto: los mejores cantineros del mundo se santiguan ante la figura y le tocan la frente a la espera de una unción divina. Es que al Boadas le dicen “la iglesia”, una meca pagana a la que cualquier bebedor exigente debe llegar al menos una vez en la vida. No es una herejía: ¿o acaso al que frecuenta un bar no lo llaman parroquiano?

Entre las paredes en falsa escuadra de este local pequeñísimo a un paso de las Ramblas se esconden mil historias y otras tantas recetas. Exactamente, 1.260 tragos que exploran todos los maridajes del whisky, el vodka, el ron, el gin, el tequila o la cava. Cada noche se proponen seis recetas en una pizarra de felpa negra con letras de plástico blanco. Hay miles (¡millones!) de combinaciones posibles y eso hace que la visita al Boadas sea un prodigio etílico y numérico. Ya con mi Joan Miró arañando el fondo del vaso, me pongo nostálgico y digo a José Antonio:

-Si mira para atrás, cuarenta y seis años pasan volando…

-¡Y pa’lante también!

Antes de irme, toco la frente de bronce del viejo Boadas y le pido un deseo secreto: que en medio siglo sigamos acá, bebiendo como si no hubiera un mañana. Salud.

Publicado en Brando

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Nicolás Artusi

Es periodista y sommelier de café. Trabaja en radio, prensa gráfica, televisión y online. Escribe libros largos y artículos cortos. Fue declarado Personalidad Destacada de la Cultura de la Ciudad de Buenos Aires.