“Me olvidé de vivir”, probablemente la línea más memorable de todas las que cantó Julio Iglesias, desmiente su biografía: más que una, tuvo mil vidas. En El español que enamoró al mundo, el libro que acaba de publicarse, el periodista madrileño Ignacio Peyró desmenuza la vida del astro en su cualidad estelar pero también política: definido como “un Forrest Gump machirulo y despabilado”, Iglesias puso música romántica al franquismo y como otros cantantes melódicos de su época, de los que tuvimos muchos en la dictadura argentina, endulzó los oídos en tiempos amargos.
El libro El español que enamoró al mundo desmenuza la vida de Julio Iglesias, el astro al que se define como “un Forrest Gump machirulo y despabilado”.
Según Peyró, el cantante “pertenece al género de los placeres culpables”. A los 81 años, sigue siendo una figura central del showbiz no sólo en España sino acá mismo o en Miami, ciudad a la que llegó cuando era poco más que un pantano y a la que ayudó a convertir en “la capital de Latinoamérica”, él mismo asumido como “el CEO único de la latinidad”: es el artista hispano más vendedor de la historia y si resultaba ajeno para las nuevas generaciones, su protagonismo en los memes de Julio, un ritual colectivo cada vez que llega el séptimo mes del año, lo convirtió en el hombre más famoso del humor viral. “Es un ser sin tiempo, nunca ha tenido entre sus prioridades parecer contemporáneo”, escribe Peyró y así condensa lo que define a un clásico auténtico.
Todas las casas donde se habla español tuvieron un disco o un casete de Iglesias, vestido de lino blanco y ofreciendo a la cámara su perfil bueno. En El español que enamoró al mundo, el ídolo se interpreta como el producto más exitoso del franquismo sociológico y la derecha ideológica: acumulador de autos, mujeres y propiedades (“en el Caribe no tengo una casa, tengo tres o cuatro…”, dijo alguna vez), Iglesias es un apóstol del materialismo. Otro de sus biógrafos lo definió como un liberal inclinado a la derecha: fue el faro de una legión de cantantes melódicos en las antípodas de los músicos de protesta, una rivalidad muy discutida en las décadas de las dictaduras, cuando los románticos entonaban canciones de amor en medio de la represión o la censura. Con el regreso de las democracias, muchos fueron olvidados pero Iglesias se conservó fresco desde Miami. Epítome de la postura, un hombre con esmoquin que “podría confundirse con un duque pero jamás con un mozo”, hizo de su mala pata el paso inicial de su ascenso: en 1962, llegó a ser arquero del Real Madrid pero un accidente automovilístico lo dejó postrado y un enfermero le regaló una guitarra para acompañarlo en su larguísima recuperación. Seis años después, se consagró en el Festival de la Canción de Benidorm. La fábula de superación personal es el abecé de la meritocracia.
Después llegarían el éxito total, los millones de dólares, las mil mujeres, las cien casas y la ética de las vacaciones permanentes (“Tuve que elegir entre el psiquiatra y las Bahamas”, dijo en una tapa célebre de la revista Hola donde mostró por primera vez su archipiélago privado). Famoso desde las Filipinas hasta La Matanza, más que cualquier otro artista que hable nuestro idioma, Julio Iglesias es un símbolo del siglo XX y un emblema de la promoción hacia el hedonismo capital: según Peyró, “los dos únicos éxitos globales de la derecha madrileña son Julio Iglesias y el Real Madrid”.