La paradoja se me subió a la cabeza de chico, en las sobremesas de los asados familiares bien regados de damajuana: si el vino es líquido, ¿cómo es posible que sea seco? Entonces solo se hablaba de vino de mesa y de vino fino, ajenos a varietales y cepas. Hace unos años, ya con edad para beber con moderación, un noviembre árido en la provincia de Mendoza me hizo entender: sin lluvias desde hacía meses, la tierra estaba reseca pero de las grietas marrones brotaban los viñedos de un verde refulgente y entonces descubrí que, igual que mi adorado café (al que antes le decían, justamente, “el vino árabe”), el vino es seco: jugo de sol y tierra.
Que la maravilla del sol mendocino, y de sus vides, no sea para pocos. Mejor recorrer sus bodegas con las palabras de Miguel Brascó de fondo.
Malbec, Cabernet Sauvignon y Torrontés: las variedades que pruebo en una excursión por las bodegas de Luján de Cuyo me llenan el alma y en un ejercicio de pura sugestión percibo las partículas de tierra en la copa aunque haya algunos vinos que más bien parezcan “asfalto derretido”, como decía el maestro Miguel Brascó. Hay más de cincuenta bodegas para visitar y uno recorre, como máximo, tres o cuatro por día porque más no aguanta: el “marketing piripipí de las bodegas cucurucú” (¡chapeau, maestro!) recomendará el maridaje, ¡perdón!, del pescado con el vino blanco y del bife con el vino tinto. A veces, cuando me dicen que el café es “el nuevo vino”, yo digo para mí: ojalá que no. El vino, acaso una de las expresiones más terrenales y pedestres de nuestra cultura, se encerró en un gueto de entendidos que fruncen las narices y arrugan las cejas: en su hermoso libro Pasarla bien, Brascó escribe que “el placer gourmet simple y opíparo del tomarlo acompañando el plato que se está comiendo se transformó en una competencia infusa sobre quién le percibe aromas a regaliz y a trufas negras del sotobosque o gusto a cualquier cosa rara, tipo melocotones y mermelada de melocotones, que tienen que ver muy poco o simplemente nada con los aromas y sabores de ese vino”. Conozco a un experto catador que resume en pocas palabras la degustación de su bebida favorita: está buena o no, dice. Y punto. En una de las bodegas mendocinas que visito, un experto sommelier me llena la copa mientras me habla de polifenoles, taninos y antocianos y yo, que nunca me llevé bien con la química, no entiendo una gota.
También me cuentan que el sol argentino, más cálido que el francés, da a nuestras uvas un nivel más alto de azúcar y por eso, mayor graduación alcohólica: la explicación me marea. Pago, agradezco y salgo aunque cargo en el baúl algunas botellas para llevar de recuerdo y súbitamente me inunda una ola feliz: mañana visito tres o cuatro bodegas más. ¡Salud! Mendoza brinda la alegría de vivir por el mero hecho de estar vivo, esa clase de gozo vital que solo se obtiene cuando uno se tira de cara al sol o anda en patas por la tierra.