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La novela que hay que leer este mes

1. Primavera

 

Así como de algunos lugares, Latinoamérica entre ellos, se dice que “son una promesa (y siempre lo serán)”, Barcelona promueve el mito de la “eterna primavera”: siempre floreciente. Ciudad natal del Santo de la Espada (y el dragón díscolo que dio origen a una leyenda perdurable y a la fiesta del libro más linda del mundo), se luce en sus avenidas, ramblas y diagonales plagadas de árboles florales. Leo La muerte y la primavera, obra póstuma de Mercè Rodoreda, sí, en Barcelona pero como cualquier otra obrita maestra puede leerse en todas partes. Sin embargo, aquí resulta todavía más desconcertante: ¿cómo es posible que el recuerdo de esta ciudad, bella hasta el empacho, pueda haber alumbrado una novela tan sombría? Porque no se escribió aquí (es decir, en Barcelona) sino lejos. En el exilio.

Empecemos con la autora.

Nacida en 1908, Rodoreda no fue a la escuela porque “en casa se aprende más”, decían madre, tías y abuelas. Con el vértigo de la elipsis, debo mencionar que con el ascenso de Franco tuvo que exiliarse, como tantos cultores del idioma catalán. Vivió en París y después en Ginebra y aquí escribió La muerte y la primavera, que no se publicó hasta 1986, tres años después de su muerte. Primera conclusión: es una novela del destierro. Y aunque es prácticamente imposible resumir su trama, una demostración inacabada e improbable del gótico de posguerra que puede leerse como una novela de iniciación, en la cual un pibe se hace hombre cuando se rebela ante las normas durísimas y absurdas del pueblo en el que vive (y va de la profanación al incesto), lo que se impone como una amenaza es la ciudad sin nombre ni tiempo, un reverso perfecto de Barcelona, en la que todo es barro y oscuridad.

“De mimbres delicados, Rodoreda concibió la escritura como una terapia”, escribió la profesora Diana Sanz según se la cita en el ensayo Barcelona, la ciudad de los libros: “Su obra, trágicamente vinculada a los horrores de la guerra, manifiesta una exploración constante de algunos temas que vertebrarán el conjunto de su trayectoria. La infancia, la expulsión del paraíso, la soledad, el amor o la angustia de la existencia conferirán a su obra narrativa una honda dimensión temporal e interiorizada”. Para nosotros, la expulsión edénica remite inevitablemente al mito fundacional del cristianismo pero antes hubo otro: el destierro de Perséfone al inframundo, tal como recuerda Mariana Enríquez en el posfacio de esta edición de La muerte y la primavera publicada por el muy barcelonés Club Editor (y que es su primer título distribuido en la Argentina).

Hija de Zeus, Perséfone es raptada por su tío Hades y esto provoca la desesperación de Deméter, madre de Perséfone y diosa de la tierra fértil. En la primera renegociación de deuda de la historia, y después de mucho discutir, se conviene que Perséfone pase seis meses con Hades, días fríos y oscuros sobre la Tierra, y seis meses con su madre, cuando el sol recalienta y todo vuelve a renacer. Con este mito surge el ciclo de las cuatro estaciones (“la primavera que volvía a nacer después de haber vivido debajo de la tierra y dentro de las ramas…”, se lee en las primeras líneas del libro de Rodoreda) y una promesa, que en palabras de Truman Capote, representa una voluntad vital:

“Toda vida humana tiene sus estaciones y no hay caos interior que dure indefinidamente. El invierno no dura siempre. También existen el verano y la primavera, y aunque a veces, cuando las ramas siguen oscuras y la tierra se resquebraja con el hielo, llega uno a pensar que nunca van a llegar, esa primavera y ese verano llegan, llegan siempre”.

Próxima estación: verano.

 

2. Verano.

 

El hedor del estiércol y el olor de las glicinas: la muerte y la primavera. En el pueblo sin nombre ni tiempo, el héroe de catorce años tiene destino de cordero divino: puro sacrificio. Pero antes, el arrojo y la valentía. Es inevitable, en términos mitológicos, que el héroe joven se rebele ante los mandatos estratificados, y más cuando son tan estrambóticos como los del pueblo en que los caballos no se montan sino que se comen y donde los muertos se guardan parados adentro de árboles frondosos pero, aunque algunos intérpretes leyeron en La muerte y la primavera una alegoría del franquismo, reducirla a eso sería injusto: es más etérea que terrenal, o más eterna que secular, una parábola sobre el ciclo vital.

Repasemos: la novela póstuma de Mercè Rodoreda sucede en un pueblo donde la naturaleza es impulsiva y una sociedad muy represiva regula la vida con una serie de normas asfixiantes y absurdas (cada año, las casas se pintan de color rosa; un mártir se sumerge en el río y cruza el pueblo por debajo para comprobar que no llegue una inundación fatal; se rinde pleitesía a un viejo que vive sobre la montaña y vigila el pueblo desde las alturas; se protege el caserío contra la amenaza de los caramenos, unos seres que viven del otro lado de la montaña pero que nadie vio…). Tras la muerte del padre, un joven de catorce años seduce a su madrastra y de a poco empieza a rebelarse contra las leyes del lugar…

Nuestro héroe está en el verano de la existencia, todo retozar: “Por primera vez me di cuenta de lo que es la fuerza de un chico que va dejando de ser un niño”, dice en un rapto de autoconciencia. Corcel de una naturaleza indomable, la montaña, el río y el bosque lo convocan y la muerte del padre le descubre la presencia de la madrastra. La posee y tienen una hija, y el incesto es menos la realización de un fetiche erótico que la determinación de cumplir con un mandato natural: “Eran flores de todo el año. Cuando una se marchitaba enseguida salía otra nueva de dentro de la que había muerto: la muerta tiraba de la viva, en verano y en invierno, sin parar”.

En La muerte y la primavera, los hombres se reúnen alrededor de rituales misteriosos y las mujeres pasan los embarazos con los ojos tapados para que el niño por nacer no se parezca a cualquier otro a quien ellas pudieran clavarle la mirada. Nacidas al ardor de una calentura veraniega, las relaciones sufren el destino de la pena o la desgracia. A los veinte años, Rodoreda fue obligada a casarse con Juan Gurguí, un tío materno catorce años mayor. Debido al parentesco, el matrimonio necesitó una dispensa papal para poder consumarse y de esa unión nació Jordi, él único hijo de la pareja con el que ella siempre se llevó mal. Como territorio textual, la novela sugiere que después del goce insensato de la primavera y el verano, plagados de días que se anuncian eternos y noches calurosas (aunque la claridad pueda resultar intolerable), nos esperan los reversos exactos: Perséfone en una oscuridad de seis meses.

Dice nuestro héroe: “A pesar de que la noche me daba miedo, me gustaba más que el día porque con la luz las cosas se veían demasiado y algunas eran demasiado feas”.

Si el viejo más viejo del pueblo sin nombre pudo ver, cuando era joven, el inicio de todo, a nuestro héroe le quedan por delante los finales.

Próxima estación: otoño.

 

3. Otoño

 

Para la postal turística, Barcelona es una ciudad del verano permanente, todo clara, caña, pulpo y Barceloneta, una celebración de la potencia vital: la ciudad (re)creada por el urbanismo y el diseño para un acontecimiento mundial (los Juegos Olímpicos de 1992) que después se convierte en destino de hospitalidad y finalmente, de lo contrario: caso testigo de la gentrificación y el turismo desaforado (“Tourists go home”, leo en una pared del barrio de Gracia cuando me siento en la veredita de un bar para empezar a terminar La muerte y la primavera). Para la alegoría literaria, el pueblo de Mercè Rodoreda es el reverso de su Barcelona añorada: un caserío otoñal al que pocos querrían visitar y del que nadie piensa irse porque ni siquiera se supone la posibilidad.

No hay ciudades que alberguen veranos eternos u otoños interminables, ni cuerpos que lo resistan: Barcelona es también la ciudad del Cementerio de los Libros Olvidados.

En La muerte y la primavera, el pueblo sin nombre funciona como un domo claustrofóbico: sin límites ni geografía precisos, aunque el libro publicado por Club Editor incluye un mapa trazado a mano por Rodoreda, es un lugar donde el miedo se come el deseo. Hay una fuente, montañas, un río taimado, un bosque maldito y otros accidentes naturales y una amenaza ominosa que está del otro lado de las montañas, donde (se supone) viven los caramenos: gentilicio singular para un lugar donde los desventurados que se sumergen en el río terminan con el rostro arrancado por las piedras. La de la novela no es una ciudad expansiva u hospitalaria ni sometida a las reglas urbanísticas o inmobiliarias y, aun en la imprecisión de sus fronteras, funciona como un barrio cerrado: ¿y si el chiste de La muerte y la primavera, esta fábula sin tiempo, es el mismo de la película La aldea, que no voy a andar espoileando acá para no caerles pesado pero que ya todos conocen? 

El pueblo exige el arrojo y el sacrificio de sus jóvenes y los padres que quieren gambetear esta colimba hacen pasar a sus hijos por enfermos. Nuestro héroe no es de esos. Tal vez sea demasiado lúcido porque entiende de las cosas del vivir (y por eso esté maldito). Si allí la naturaleza está en modo de exuberancia, y nunca es inocente como tampoco lo era el vergel de Perséfone, en su ciclo de niño a hombre entiende cuál es el fin, pero más que nada el origen, de la angustia existencial: el hombre es una criatura medio de la tierra y medio del aire pero está hecho de agua. Vive aprisionado. En un limbo. “El hombre que vive entre la tierra y el aire y está hecho de agua vive prisionero como el río que tiene tierra debajo y aire encima”, deduce: “El río es como un hombre”.

En este caserío sin escuelas ni hospitales, apenas organizado en el reparto de una cuadrícula improvisada, el malestar es endémico: “Un peso sobre el pecho como cuando detrás de las montañas se prepara una tormenta”. ¿Será lo que habrá sentido Rodoreda entre las montañas suizas, esa cárcel superpoblada de chocolates, relojes y secretos bancarios? ¿Qué queda aquí de Barcelona, la ciudad bella como ninguna, acaso tanto que en esa belleza escenográfica anida su maldición? Hacia el final de la estación, el desenlace está cantado: “Fue como si en aquel punto se desencadenase el mal y el mal echase a correr por el pueblo y nadie pudiera pararle la embestida”.

“Nos divertimos en primavera / y en invierno nos queremos morir”. 

Próxima estación: invierno.

 

4. Invierno.

 

“En el invierno de nuestro descontento”, escribió Shakespeare y no existe fórmula retórica mejor para expresar el desasosiego espiritual, tan íntimo y profundo como “el frío que cala los huesos”, según decía mi abuela. 

Al final, llegamos al final. ¿O será como el eslogan ese de la serie que, en la reversión de la retórica clásica, resume las cosas extrañas de este mundo: “Todo final tiene un comienzo”?

Siempre inasible y ominosa, la amenaza (los caramenos) se vuelve palpable cuando nuestro héroe se hunde en el río. Es un juego de palabras porque él acaba con los rasgos desfigurados y de la historia de los vecinos del otro lado de la montaña terminamos sabiendo poco: “O bien Rodoreda quiso dejarla en el misterio, o es uno de los varios baches narrativos de esta novela póstuma que, como dice su traductor Eduardo Jordá, no está incompleta sino ‘inacabada’”, escribe Mariana Enríquez en el posfacio y a mí me gusta pensar esto: Mercè Rodoreda abandonó la escritura de La muerte y la primavera en los sesenta, mientras sufría su exilio, y el libro se publicó después de su muerte, tal como ella lo dejó. Pasa lo mismo con la vida real, si tal cosa existe: queda inacabada. Muy pocos sucesos pueden organizarse según la tríada ideal de comienzo, desarrollo y desenlace y la mayoría de los hilos narrativos se pierden sin jamás formar una madeja. Es uno de los mayores errores del humano creer que hay orden allí donde solo existe el caos.

En esta novela, no solamente las reglas o el mismísimo pueblo son incomprensibles sino también las relaciones personales, a duras penas sostenidas por cuerpos deformes o mutilados. Es que el pueblo, y acá es donde acaso uno puede tentarse con la alegoría facilona sobre las dictaduras (seculares o religiosas) se propone como meta final anular cualquier clase de deseo: “Todo lo que quieras lo tendrás, pero con dolor, hasta que un día te acostumbrarás a no querer nada”, se dice. No quiero más.

Si una de las tradiciones del pueblo es un festejo enloquecido cada vez que alguien estira la pata, nuestro héroe es capaz de convertirse en un muerto sin fiesta. Resignado a que no exista “lo normal” (porque no, no existe: apenas puede hablarse de “lo común”), el lector anhela para el héroe algo del sosiego que la urgencia adolescente le viene negando desde la primavera pasada. Herido por la autoconciencia, se pregunta: “¿Dónde empieza la muerte?”. Y uno, que penosamente fue testigo del monstruoso declive físico de alguien muy querido, corrige: ¿cuándo empieza? ¿Justo antes del suspiro final, el último invierno o el día mismo del nacimiento? 

Algunas veces, la expulsión del paraíso transmuta en una salida del infierno. El sufrimiento se acaba. El recuerdo que deja la lectura de La muerte y la primavera es perdurable y confuso como los sueños vívidos o las anécdotas muy repetidas. Y si es difícil decir que uno termina contento (porque alegría es, qué sé yo, cuando gana Boca o encuentro que en la heladera quedó una porción de la pizza de anoche), uno llega al final de la novela con cierta tranquilidad de espíritu porque por fin entiende las palabras del héroe y con ellas, muchas cosas: “Lo mismo da vivir que morir si se ha de vivir como me habían hecho vivir.”.

Final.

Y otra vez primavera…

 

Publicado en Club Carbono

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Nicolás Artusi

Es periodista y sommelier de café. Trabaja en radio, prensa gráfica, televisión y online. Escribe libros largos y artículos cortos. Fue declarado Personalidad Destacada de la Cultura de la Ciudad de Buenos Aires.