1. 1. Lo quieto

Acaso en previsión a los años que llegan, como en la fábula de la cigarra y las hormigas (en este superclásico siempre jugué con la camiseta del hormiguero), desde chico me atrajo la literatura del ennui: de Pascal a Cheever y Updike o El hombre del traje gris, esa rutina sin épica de la melancolía rayana con el aburrimiento, pero con trasfondo metafísico. Un tipo peculiar de hastío que mi tío Coco resumía con una expresión de elocuencia gráfica: “Estoy con las bolas al plato”. 

Una letanía persigue a Eduardo, el protagonista de la novela Treinta y seis metros, de Santiago Ambao: cada mañana, el café del desayuno está frío (“¡y dale con el café!”, podrá quejarse con justicia el lector que conozca mi porfía). No es un detalle menor, porque se va a repetir a lo largo del libro, ni la manía cafeinizada de uno que se dice sommelier de la infusión: como en el sketch de un capocómico, según el cliché un tipo inevitablemente gracioso en lo público pero triste en lo privado, es el remate que torna previsible el número. Con una sensación gomosa en las tripas, Eduardo “no reconoció la sensación de inmediato, aunque sospechó que era hartazgo”.

Y el hartazgo y la resignación sin dudas son limítrofes. Se da cuenta el día que varía la rutina y, entre su casa y la oficina, agrega una parada técnica en un bar del centro para tomarse un café con leche con montañas de espuma y canela pero, eso sí: bien caliente.

A mitad de camino entre la nostalgia y la derrota, Eduardo recuerda los años que vivió en Barcelona, cuando el futuro se le anunciaba repleto de novedades y desafíos, una promesa de alegría sin culpas como la que encuentra en un café con leche bebido a escondidas. Mientras tanto, en España, el “horror discreto y cercano”, como describe Sara Mesa en el prólogo, se vuelve ostentoso y ubicuo cuando una masa pirómana empieza a quemar autos en Barcelona, Madrid, Valencia, Sevilla, Granada… y una nueva bacteria amaga con instaurar otra cuarentena al ensañarse con el papel moneda. Literalmente, el bicho se come los billetes. El mundo empieza a moverse.

Pero Eduardo sigue quieto. Antihéroe improbable, confinado al televisorcito de la cocina de su propia casa, la salvación se le insinúa cuando su jefe le presta un departamentito del ministerio donde trabaja, un Xanadu de treinta y seis metros cuadrados en un piso doce con vista al contrafrente. Si en su España anhelada al que se queda sin techo le dicen “desahuciado”, Eduardo al fin se topa con un volver a vivir cuando tiene dos casas. Es el modo de razonamiento del hombre de traje gris (“cuando las papas queman, el pensamiento lateral salva al empleado público”, le dice su jefe) y lo estático, como esa fila de números que revisa en un Excel interminable, se borronea. Siempre ímprobo y cabal, Eduardo aligera la carga cuando sospecha que la sección de la que es jefe, el Departamento de Rendición de Cuentas del área de Infraestructura del Ministerio, con la confianza que da la rutina, resume en una palabra su parábola vital: a secas, Rendición.

 

2.Lo borroso

El adjetivo “kafkiano” por lo general se le asigna al sueño maldito de aquel que se acuesta como un hombre y se levanta como un insecto; para muchos, lo kafkiano es el infierno oficinesco del proceso contra Josef K., el hombre que una mañana es arrestado por una razón que desconoce. “¿Corrupción?”, pregunta Eduardo a su esposa cuando ella le comenta lo que escuchó en la tele, una noticia sobre supuestos casos ilícitos sucedidos en el Ministerio: “Algo de unos departamentos del Estado y no sé qué más”. 

El paraíso de Treinta y seis metros puede convertirse en un infierno, pero antes: purgatorio. Sin culpa ni sosiego ni alegría ni euforia, Eduardo se hunde en la nostalgia. “La nostalgia limitaba con la tristeza, él lo sabía, de hecho compartían una frontera extensísima”, escribe Santiago Ambao, de quien leo que también vivió un buen tiempo en Barcelona (aunque durante su estadía no se reportaron casos de masas pirómanas ni bacterias devoradoras de papel moneda). En la gesta modesta del hombre urbano, siempre sujeto a las decisiones sobre su vida que toman otros, la oportunidad se presenta como eventual y la felicidad, como excepción: aquí el objeto sagrado es una cafetera que se compra para el departamentito, específicamente una De’Longhi Caffe Treviso Magia, la misma máquina que trajo de Barcelona y que, con el sillón de dos cuerpos y el televisor de 42 pulgadas, configura la réplica borrosa de su casa que monta en paralelo.

El departamentito, módico en su pretensión arquitectónica, es como la realidad que se pliega sobre sí misma en la película El origen: copia fiel, pero aun así deformada, de aquello que se insinúa como lo real. Y si hablamos de gran cine, aunque antes se haya mencionado la rutina de un capocómico, en la nueva vida de Eduardo no hay nada de lo que gozaron los cuatro Raúles de Los caballeros de la cama redonda: en la película de los hermanos Sofovich, el dos ambientes con cocina integrada era un bulo para que Olmedo, Porcel, Tristán y Novarro lleven a sus amantes a escondidas de sus esposas; en Treinta y seis metros, un estuario de durlock para que Eduardo mire en soledad sus documentales de animales.

Pero algo se borronea, es ominoso en su presagio de amargura cercana. Si la bacteria española se come los billetes (el horror del dinero con caducidad programada), el virus porteño es el miedo: “Quería avanzar a costa de cualquier sensación, de cualquier emoción; las fagocitaba y así engordaba hasta tomar el mando”.

Es que Eduardo anhela una vida pasada que tenía sus propios anhelos y al pensar tanto en Barcelona no es que piensa en el pasado sino en otro presente que podría haber sido, necesariamente distinto. No mejor o peor sino… distinto. Las evidencias de eso se despliegan como los productos de un catálogo de IKEA: cafetera, sillón, televisor. Y antes de que se desate la tormenta, porque el aire está cargado de electricidad invisible pero evidente, como la estática de un peine que se frota sobre un pantalón de frisa, aun con los primeros refucilos Eduardo tiene su epifanía: al final, puede considerarse un tipo más o menos feliz. 

 

3. Lo tormentoso

Al blandito cualquier lomada le cuesta como la montaña de Sísifo. Y Eduardo, el protagonista de Treinta y seis metros al que le prestan un dos ambientes del ministerio, intuye la tormenta cuando el tema sale en los noticieros y lo llama su jefe para tranquilizarlo aunque provoque el efecto opuesto. “Vos no te preocupes, eh, que está todo bien”, le dice y uno, en su recurrencia con el capocómico, recuerda aquel sketch en que el Señor Gerente le aseguraba a Pérez que había ingresado su solicitud para la subgerencia: “Usted ya la tiene adentro”.

En el prólogo que escribió Sara Mesa me entero de que Santiago Ambao alguna vez se autodefinió como un “analista político-social en pantuflas”. El hábito de lo doméstico acá se pliega sobre lo universal: aun en el silencio del departamentito empieza a tronar el eco del caos mundial. Según Mesa, “aquí, Ambao se revela -lo quiera él o no- como un hijo cercano de Kafka, por su capacidad de comprender que la aparente abstracción de los sistemas políticos se asienta siempre en dimensiones humanas y psicológicas concretas”. 

Si es cierto que una pared de durlock es la frontera que tenemos más a mano para separarnos del mundo (o la mampara de la ducha, dado el caso, tras la que chapotea Carla, la esposa de Eduardo, en su rutina higienista), esa misma frontera nos separa tanto del conflicto consorcial como de la crisis mundial. En la España de Treinta y seis metros, la bacteria muta en su voracidad: ahora es capaz de devorar un billete en menos de media hora. Todo se prende fuego. Eduardo, un hombre simple que no está acostumbrado a pensar, se expone al chapuzón de ideas nuevas que le acerca Sandra, su vecina española, que exige el regreso a un mundo de capitalismo productivo, “el único sistema capaz de cimentar una sociedad libre y justa”. Pero él solo quiere sentarse a ver algún documental sobre osos panda o delfines o morsas o hasta cucarachas: no hay matices en el hombre del traje gris.

En mi calidad de presidente de consorcio, siempre en tensión entre las exigencias de los copropietarios y los intereses del edificio, siempre celebro la existencia de un vecino como Eduardo, un funcionario íntegro al día con las expensas y elusivo ante la discusión ligera, o la pelea encarnizada, por la inundación del sótano o la gotera del último piso después de la tormenta. En la abulia de cada reunión de consorcio, mientras el administrador rinde las cuentas del ejercicio, identifico en silencio al Eduardo de esa noche, un tipo sin gracia ni miseria que, como aquel Pérez en eterno anhelo por la subgerencia, espera su oportunidad.

Las fronteras de ultramar del hastío convierten a ese hombre en un terreno insular. “Se sintió abatido”, escribe Ambao: “No limitaba con ninguna otra sensación: parecía una isla. Tal vez sus costas no estuvieran tan lejos del cansancio ni del agobio ni del hartazgo ni de la bronca”. Aun en sordina, la tormenta interior provoca una sensación densa y estridente que deja en la boca un regusto amargo, como el del café tibio que inevitablemente se tira a la pileta. 

 

4. Lo nuevo y lo viejo

Ahora sí, un café con leche bien caliente, con énfasis especial en la temperatura del café. Eso es lo que pide Eduardo al principio del último acto de Treinta y seis metros, y aquí se supone la conclusión de una aventura personal y un dilema universal. Preguntaría yo: ¿qué clase de capitalismo fallido produce una cafetera de alta gama que siempre eroga el café frío? ¿Hasta cuándo un tipo puede aguantar una infusión tibiecita?

La burocracia procesal de la oficina tiende a ordenarse gracias a “un jefe o dos que hacen y deshacen a su antojo”, según escribe Sara Mesa, y el tiempo recobrado, uno en el que la tormenta se aleja, pone a Eduardo en un muelle seguro desde el que se pierde la noción de peligro y un tufo cloacal a tristeza estancada le inunda la nariz. “No, no es tristeza”, corrige Santiago Ambao: “Sino apenas una alegría rota”.

Los chicos, a la Playstation; la esposa, a la ducha; y Sandra, la vecina española del dos ambientes, queda como heredera de los trastos de los que Eduardo se desprende al desmontar el departamentito. Ella tiene una novela casi terminada y junta apuntes para un ensayo que se llamará Ecos de una España lejana en el que intentará explicar las penurias de la península y cómo se llegó a esto, una crisis provocada por quemadores de autos y bacterias devoradoras de billetes que llevó al reino a convertirse en un paria mundial. Con el relato de las miserias ibéricas, Eduardo se siente más lejos que nunca de la Barcelona añorada y ahí mismo se clausura su voluntad de fuga. No hay épica ni riesgo pues no hay plan de escape.

La leche está bien caliente en el café que le trae Sandra y Eduardo responde que no, que no está siempre pensando en cualquier cosa. “Si él apenas intenta no pensar”, escribe Ambao y escaso de palabras, porque en definitiva Eduardo es un tipo bastante seco, no encuentra cómo explicar su blanco mental: “Quiere decírselo. Eso y que la vida resulta más agradable cuando uno no piensa. Aunque no encuentra las palabras y su intención naufraga en el silencio”.

De regreso al ministerio, sin énfasis ni convicción, Eduardo se convencerá de que no vio nada tan raro ni distinto de lo que se ve en cualquier ministerio, o cualquier empresa o cualquier lado del mundo, y terminará aceptando una promoción: ya la tiene adentro. Si alguna vez se colgó mirando el pavimento, y calculando la velocidad de caída y la fuerza del impacto de un cuerpo masculino de unos ochenta kilos, desde el balcón del piso doce del departamentito, esa idea pronto se despeja porque Eduardo, que no piensa ni tampoco lee, ignora la resolución del “único problema filosófico realmente serio” que propone Camus en El mito de Sísifo. ¡Qué piedra! Mañana es lunes de nuevo, otro día de trabajo.

 

Publicado en Club Carbono

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Nicolás Artusi

Es periodista y sommelier de café. Trabaja en radio, prensa gráfica, televisión y online. Escribe libros largos y artículos cortos. Fue declarado Personalidad Destacada de la Cultura de la Ciudad de Buenos Aires.