Las letras flúo sobre fondo negro son inconfundibles: exudan peruanidad. Son de una tipografía indistinguible y a veces están acompañadas del dibujo de un tigre o un Drácula que muestran los colmillos. En las calles de nuestro Abasto profundo pueden conducir a un restaurante de trujillanitos pero en Lima se replican por las paredes como manchas venenosas. Son la esencia de lo chicha. De paseo por la vieja capital pacífica, nublada desde mayo hasta noviembre (no veo el sol en ningún momento de mi estadía), me cuentan que la cultura chicha estuvo definida por la música que mezclaba el huaino, el rock psicodélico y la cumbia, con guitarras eléctricas y sintetizadores. En los 70, el pastiche era el colmo de lo mersa, al punto que dedicarle el adjetivo a alguien merecía una réplica inmediata: “¡Chicha tu madre!”. Pero ahora lo chicha es cool, acaso como síntoma de un consumo irónico que nos lleva a sentir nostalgia de cosas que ni por tiempo ni por lugar pudimos haber vivido.

Del flúo a la mezcla de ritmos musicales, lo que antes era mersa ahora es cool. Las vueltas de la cultura chicha, una llamarada de estímulos.

 

Tiene sentido: los letreros flúo son manchones de colores estridentes sobre la grisura de una ciudad donde todo (mar, playa, cielo, edificios) luce el tono de un blanco mezclado con negro. La cumbia psicodélica El avispón, que el grupo Los Destellos grabó en 1968, es el mayor clásico de la música chicha y también es el himno híbrido de un país donde los viejos músicos serranos tocan guitarras eléctricas último modelo o donde se combina lo andino con lo japonés o donde se le agrega salsa de soja a una papa o donde un escritor de izquierda se hace de derecha y lo nombran marqués o donde una conductora de televisión obliga a un participante a lamerle las axilas a otro por un premio en soles. Todo Perú es el grado cero de la mezcla: esencia de lo sudamericano, un paraíso de sabores, olores, sonidos y colores que, como el wasabi, pegan justo sobre el arco de la nariz, ahí entre los ojos. Camino por las calles de Barranco o de Miraflores y de un mercadito con ambiciones de chichódromo se escucha la cumbia que se me queda pegada en el hipotálamo durante todo el viaje: “Quinceañera, ay quinceañera, tienes la sonrisa de un ángel…”.

Amarillo, fucsia, naranja, verde: son los colores de los carteles pero también de la ropa de los cholos serranos, de los envases de las bebidas y de los tabloides sensacionalistas que cuelgan de los puestos con fotos de una virgen de yeso que llora lágrimas de sangre (con tanto amarillo, decir que un diario es amarillista acá significa más bien poco: se la llama “prensa chicha”). Lo peruano se me ofrece para el placer extático y estoy casi seguro de que en Lima descubrí nuevas capacidades para mis sentidos, abrumados de estímulos. Más allá de nuestro Abasto, la cultura chicha no se exportó al mundo como los culebrones mexicanos o las comedias musicales de Bollywood: deslumbrante en toda la hermosura de su mal gusto, para sentirla hay que dejarse llevar por el suspiro limeño de estas calles y eso vale la pena, aunque cueste un Perú.

Publicado en Brando

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Nicolás Artusi

Es periodista y sommelier de café. Trabaja en radio, prensa gráfica, televisión y online. Escribe libros largos y artículos cortos. Fue declarado Personalidad Destacada de la Cultura de la Ciudad de Buenos Aires.