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Si me gusta todo no me gusta nada

World music: esas dos palabras impresas sobre la batea me irritaban, en la época en que iba a comprar música a las disquerías. Rock, está bien; soul, blues, jazz, entiendo; clásica, también. ¿Pero world music? ¿Por qué iban a parar ahí los artistas africanos o brasileños y hasta los metaleros nórdicos? ¿Acaso no estamos todos adentro del mundo? Aun en el reduccionismo de un catálogo, los géneros ordenaban un saber anárquico y universal: hoy, el consumo espasmódico de canciones sueltas en las playlists de Spotify y la grilla revuelta de los megafestivales provocaron que aquellos límites que definían la música popular, y sus respectivos fanatismos, hayan desaparecido.

 

Una defensa de los géneros: la música, acaso como ninguna otra expresión artística, construye identidad en los años formativos.

 

“Los géneros musicales no eran solo sellos impuestos por la industria”, escribió el académico Jack Hamilton en la revista The Atlantic: “Estaban moldeados por pasiones y argumentos, amores y odios, lealtades y repudios”. Profesor de estudios culturales, Hamilton postula una defensa del fan insufrible de los géneros (aquel que entiende el mundo a través del rock o del rap, digamos) y afirma que se pierde más de lo que se gana cuando todo nos gusta. Es la abulia del like: si la crítica perdió relevancia como analista u orientadora de los consumos culturales, la uniformidad en los gustos alumbra oyentes que aceptan mansos el último hit y ya no pelean por sus bandas (o bandos). En el libro Major Labels: A History of Popular Music in Seven Genres, el crítico neoyorquino Kelefa Sanneh reconstruye la historia de la música a través de siete géneros y propone que el tribalismo establece relaciones entre los artistas y sus fans y entre esos fans y otros fans. Y se remonta a su adolescencia, en los no tan lejanos años 90, cuando uno establecía vínculos sociales a partir del fanatismo por un músico y la adoración por un disco, algo que la escucha aleatoria de las plataformas (¡maldito random!) jamás podrá lograr: una educación intelectual, y hasta romántica o sentimental, derivada de escuchar un disco solo, en pareja o con amigos.

 

¿Ponés canciones tristes para sentirte mejor? Quién no: más allá del insufrible world music, los géneros aportan cierta noción de orden donde solo existe el caos. Es que la música, acaso como ninguna otra disciplina artística, construye identidad en los años formativos: custodios celosos de nuestros discos, cuando estos aun existían, de adolescentes nos peleábamos los fans de Soda y de los Redondos, aunque el Indio Solari haya dicho “posiblemente tenga más cosas en común con Cerati que con el carnicero”. Ji ji ji.

 

Publicado en La Nación

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Nicolás Artusi

Es periodista y sommelier de café. Trabaja en radio, prensa gráfica, televisión y online. Escribe libros largos y artículos cortos. Fue declarado Personalidad Destacada de la Cultura de la Ciudad de Buenos Aires.