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Si puedo hacerlo ahí lo haré en cualquier lugar

Un tal Bruce Dudley, que antes no se llamaba así porque tenía otro nombre, deja su trabajo como periodista en un diario de Chicago y se emplea como obrero en una fábrica de Old Harbor, el pueblito perdido de su infancia. No está prófugo ni tiene conflictos de identidad. Se fuga por capricho, acaso por haber pensado mucho en Mark Twain, que también fue periodista y se cambió el nombre mientras era navegante de vapor por el Misisipi. Si “estar cerca del río, en el río, lo había hecho pensar”, el flujo de consciencia lo vuelve lúcido: Bruce, el protagonista de Risa negra, la novela de Sherwood Anderson que está cumpliendo cien años, es el epítome del ser estadounidense, alguien “imprudente, temeroso, valiente, tímido”, una clase de hombre que puede ser lo que quiera.

 

El protagonista de Risa negra, la novela que cumple cien años, es el epítome del ser estadounidense.

 

“Desde muy chico, desde que había leído Las aventuras de Huckleberry Finn, tenía ese tipo de idea en la cabeza”, piensa Bruce, que de grande leyó el Ulises de Joyce y podía imaginarse como un tipo parecido a ese Bloom (seguramente de ahí haya tomado el monólogo interior inspirado en un monotema: él mismo). “Tal vez el río había llegado a representar la juventud perdida de esa parte de los Estados Unidos que vive lejos de las dos costas”, se lee en esta novela ambientada en un midwest que abandona el discurrir lento del río por el vértigo de los autos y las fábricas: “En su juventud, el Medio Oeste había respirado con la respiración de un río”. Eterno diletante, Bruce es uno de los grandes personajes de la literatura estadounidense del siglo XX: después de la Primera Guerra Mundial y antes de la Gran Depresión, alguien que renuncia a la obsesión por sobresalir en algo y pisa el freno ante la pasión norteamericana por el movimiento continuo.

 

La publicación de Risa negra es un pequeño gran acontecimiento local: inconseguible hasta ahora en la Argentina, es el primer título de una editorial (Palmeras salvajes) que desde la marca delata sus intenciones de publicar textos angloamericanos. Con ecos de Faulkner y Hemingway, quienes lo admiraban, Sherwood Anderson es menos famoso que sus herederos pero tiene el valor del precursor: según el crítico Newton Arvin, intentó “poner en formas simples y bellas los dolores de gente apabullada, de personalizar una vida mecanizada, de dar nuevos valores a un mundo que ha descartado el viejo mundo como inválido”. Su protagonista en Risa negra inicia el camino de aquello que el afán por el progreso llamaría involución porque “tenía la vaga idea de que él –junto con casi todos los hombres estadounidenses– había perdido el contacto con las cosas”. Y así, un siglo después, la novela es muy actual en tanto toquemos más plástico que pasto: “La rareza y la maravilla de las cosas –en la naturaleza– eran algo que él había conocido de chico y que después había perdido de alguna forma”.

 

Esta Risa negra perdura como el eco de una broma infinita: pasar por la vida misteriosamente, sin que nadie lo reconozca a uno, ligerísimo de equipaje. “Como fuese, por el momento, estaba dándose el permiso de ser cualquier cosa que le diera la gana”, escribe Anderson, que no llegó a escribir su propio Ulises pero logró condensar la mística norteamericana, la promesa y el empujón: como después diría la canción, si puedo hacerlo ahí lo haré en cualquier lugar.

 

Publicado en La Nación

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Nicolás Artusi

Es periodista y sommelier de café. Trabaja en radio, prensa gráfica, televisión y online. Escribe libros largos y artículos cortos. Fue declarado Personalidad Destacada de la Cultura de la Ciudad de Buenos Aires.