Aun con los pies chapoteando, porque la plaza San Marcos se hunde como toda Venecia, uno se sienta en el mítico café Florian y junto con el ristretto y el cornetto le llegan a la mesa los espíritus de Charles Dickens o Marcel Proust. Fundada en 1720 con el nombre de Alla Venezia Trionfante, la cafetería veneciana, junto con la parisina Le Procope o la vienesa Central, es una de las embajadas capitales de Poética del Café, el ensayo del académico valenciano Antoni Martí Monterde dedicado a “todos los lectores ávidos de poso literario”. El libro consagra el Café (acá en mayúsculas, para diferenciar el sitio de la infusión) como el espacio definitivo de la modernidad literaria occidental y postula que sin cafeterías no habríamos gozado de la obra de Roth o Poe, Baudelaire o Gómez de la Serna porque la nuestra es una cultura de la conversación.
Una arqueología de la tertulia afirma que sin el café no es posible explicar la escritura ni la idea de modernidad literaria occidental.
“El hombre que toma un café se convirtió, un día, en el hombre de Café, porque el Café es algo más que un local donde se consume la bebida que le da nombre y porque ese hombre no es sólo alguien que toma una taza de una infusión de color negro en un establecimiento dispuesto para tal fin”, distingue Monterde: “Y es que se puede afirmar que la existencia europea del café ha sido siempre una existencia pública”. En su arqueología de la tertulia, el autor afirma que sin el Café no es posible explicar la escritura ni la idea de modernidad literaria occidental: en la civilización de la palabra, la “individualidad pública” que ofrece un Café estimula, junto con una buena dosis de espresso, el pensamiento del artista que se descubre en su soledad mundana… y la escribe. De ese gesto surgen algunas de las renovaciones literarias más importantes, o como dijo George Steiner: “Europa está hecha de Cafés. Dibuje un mapa de los Cafés y tendrá uno de los indicadores esenciales de la ‘idea de Europa’. Mientras haya Cafés, la ‘idea de Europa’ tendrá contenido”.
Lector, disculpe mi obsesión: soy un drogadicto, tomo diez cafés por día. La sociología moderna definió la cafetería como “tercer lugar” en oposición al “no lugar” de Marc Augé: a diferencia del aeropuerto o el shopping, el Café es un espacio sucedáneo del hogar y la oficina en el que uno encuentra un sentido de pertenencia derivado del hábito y la rutina. Es una institución burguesa en la que se igualan las convenciones de clase y estatus, siempre que uno pueda pagarse el cafecito. Mesa a mesa, en medio de charlas fragmentadas y el ruido de la cafetera, pude hacer amigos íntimos y admirar, de puro chusma nomás, la conversación lucidísima de un escritor con costumbres regulares (la mesa de la ventana y un cortado sin azúcar). El ritual del Café es uno de los motivos por los que vale la pena vivir en una ciudad.
En Poética del Café se valora el sitio como un espacio híbrido entre lo privado y lo público, un lugar donde se diluye la tensión entre ocio y negocio: “El Café sería un lugar fundamental, central y marginal al mismo tiempo, donde se originaría y desarrollaría este proceso de la modernidad”. Si es cierto que en el Procope de París se escribieron la Enciclopedia de Diderot y los borradores de la Constitución de los Estados Unidos, la conclusión de esta charla de Café es indiscutible: nuestra cultura no está impresa en tinta sino en café.