Ni vendas blancas ni vendas negras. Si nuestras nostalgias infantiles recuerdan como el duelo mayor la lucha entre la Momia sordomuda y la Momia boxeadora, estas momias no están envueltas en tiras de papel higiénico ni se sugieren como pequeños titanes en el ring, apenas: están durmiendo. Entro al Museo Arqueológico de Alta Montaña, en pleno centro de Salta, con el ánimo agitado pero aun así me sobresalto: La niña del rayo, La doncella y El niño descansan intocados desde hace quinientos años. Y aun conociendo su final traumático (fueron sacrificados cuatro siglos antes de que se analizara el trauma de infancia), los tres trasmiten una placidez beatífica. De tan intactos, no parecen muertos sino dormidos y nada de sus estampas transmite la ferocidad del monstruo que para la mitología del catch televisivo es “más fuerte que el acero”.

 

Las momias de Salta: igualitas a nosotros, provocan inquietud con su estampa vívida de la niñez congelada.

 

En el cine, la Momia integró el elenco de los monstruos de los estudios Universal junto con Drácula, Frankenstein, el Hombre lobo y el Hombre invisible. Condenada a la eternidad de la forma incorruptible, la Momia clásica es el epítome de lo monstruoso. Según Roland Barthes, la otredad puede ser confrontada de dos maneras, sea a través del rechazo y la aniquilación o a través del sometimiento y la domesticación. Ahí está el conflicto dramático del cine de terror: el repudio, la dominación o el exterminio del monstruo (el otro) se vuelven inevitables en tanto su diferencia se nos haga intolerable. Pero las momias de Salta son igualitas a nosotros y eso provoca la inquietud. Herida por una descarga eléctrica, La niña del rayo muestra los dientes, mejor conservados que los míos, de un blanco purísimo. De unos quince años, La doncella está sentada con las piernas flexionadas y los brazos cruzados sobre el vientre y el gesto adormilado la emparenta con cualquier adolescente abúlica. Con la cara apoyada sobre las rodillas, El niño lleva el pelo corto y una pluma en la cabeza como la que traía el disfraz del indio Toro en la época en que jugábamos al Llanero solitario. Están congelados desde tiempos inmemoriales, cuando fueron sacrificados en la cumbre de un volcán andino a 6.700 metros de altura, y en este pequeño museo salteño se nos exhiben con los ojos cerrados detrás de un vidrio, como unos chicos que se quedan dormidos durante un viaje en micro.

 

Estos tres desoyen la cualidad de lo monstruoso. Por algo se los conoce como “los niños de Llullaillaco” y aunque la definición antropológica diga que son las momias prehispánicas mejor conservadas de la historia, lo que perdura en ellas es el carácter infantil: con los muñequitos de unas llamas en miniatura, que serían el equivalente a los Playmobil de los incas, o el morral tejido como el que usaría una adolescente algo hippie, ellos descubrieron la única manera, cruel pero inevitable, de tener una infancia eterna.

 

Publicado en Brando

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Nicolás Artusi

Es periodista y sommelier de café. Trabaja en radio, prensa gráfica, televisión y online. Escribe libros largos y artículos cortos. Fue declarado Personalidad Destacada de la Cultura de la Ciudad de Buenos Aires.