Atribulado por el insomnio, el superpoeta Goethe le pidió a un amigo químico que investigara por qué demonios no podía pegar un ojo después de cada tazón. Y en 1820, Friedrich Ferdinand Runge descubrió la cafeína: blanca, inodora y muy amarga, está en el café, el té, el cacao y el guaraná, y es la sustancia farmacológica más consumida en el mundo. A favor se dirá que aumenta la vigilia, estimula las facultades mentales y reduce el sueño; en contra… todo lo mismo.
Por eso, cuando en 1905 otro alemán llamado Ludwig Roselius descubrió lo imposible (descafeinizar el café, ay), el fanático insomne pudo gritar: “¡Eureka!”. El barista sabe que un espresso clásico tiene menos cafeína que un café de filtro pero, aun así y para horror del purista, el descafeinado se tomó primero en los Estados Unidos y después en el resto del mundo. Siempre acusado de lavado y livianito, antes del tueste es sometido a un proceso de agua y vapor que dilata los granos húmedos y elimina la cafeína. Pero con ella también pueden evaporarse muchos de los 900 aromas que encierra un grano. Ahora, la fabulosa promesa de campaña de las marcas anuncia “menos de 0,1% de cafeína por taza“. ¡Y el mismo sabor! En Café Martínez, el ¼ kilo de arábica cuesta $35 y en Establecimiento General de Café, $30 (“todo el aroma y el gusto del café colombiano sin cafeína”). Y mientras las cápsulas se imponen como la fórmula para conseguir el espresso perfecto, en Pronto Cabrales, el descafeinado es una de las tres variedades disponibles y en Nespresso se presenta con nombre tano: Decaffeinato, intenso, ligero o “lungo”.
Si una legión de madres yanquis impuso en sus hogares la legendaria marca Sanka, el color del envase se convirtió en genérico y ya ícono universal: en el avión o la oficina, que elija el termo con tapa naranja todo aquel que quiera tomarse un café y que diga, como otro poeta: “La vida es sueño”.
Publicado hoy en Clarín.
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Descafeinada, la bebida del insomne
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