Merece un lugar como éste una ciudad así. Está en medio del parque Rodó: “Como el Palermo de ustedes”, me dice un uruguayo y sé que la comparación tiene una vocación didáctica pero que también tuerce la idea de ciudades gemelas, una con el Palacio Salvo y otra con el Barolo, que se duplican en espejo de uno y otro lado del río. Pero eso no es cierto. Montevideo no tiene infinidad de cosas que sí tiene Buenos Aires y Buenos Aires no tiene playa ni un parque como el Rodó, no por su parecido con nuestro bosquecito de Palermo sino por sus atracciones principales: una feria de diversiones que en invierno está con los juegos desarmados (nada más espeluznante que los esqueletos de un tren fantasma puestos a tomar el fresco de un mediodía soleado), un “cine 12D” que anima a preguntar cuáles serán las doce dimensiones desconocidas que echan a rodar con cada película y un prodigio gastronómico: el autocine de pizzas. 

 

Recuerdos de Montevideo: pico máximo de la ingeniería alimentaria, el requesón uruguayo es un souvenir que hay que traer, aunque se corte la cadena de frío.

 

Algunos turistas tardan en advertir que el restaurante Rodelú debe su nombre a las iniciales del país: República Oriental del Uruguay (¿hay un trauma de lateralidad en el bautismo? ¿El paisito se llama así porque está al costado del río o al lado de dos gigantes?). Fundado en octubre de 1916 como pizzería ancla del Parque Urbano, un hermoso solar de 42 hectáreas que después rindió tributo al maestro José Enrique Rodó (político, escritor y creador del arielismo,“corriente ideológica basada en un aprecio de la tradición grecolatina”, dice la enciclopedia), el Rodelú derrocha uruguayismo: ajeno a las urgencias de la comida rápida, desborda de pizzas, frankfurters y chivitos canadienses que otorgan nuevos ingredientes a la slow food. Porque uno llega en auto, apaga el motor, se queda sentado y espera: al rato, el mozo trae una bandeja, los cubiertos, la bebida y la comida y la única destreza que se exige al conductor es evitar el derrame o el lamparón. El autocine de pizzas es nostálgico como el autocine fílmico, un prodigio del entretenimiento popular que la mayoría no llegó a disfrutar y un híbrido de la época en que el coche se anunciaba como medio (de locomoción) y fin: todos querían uno. Y lo querían tanto que en la intimidad de su cabina tapizada se miraban películas, se comía o se amaba.

 

Soy de los que piensan que los argentinos queremos a los uruguayos más que lo que ellos nos quieren a nosotros. Hay cariño fraternal, sí, pero también paternalismo cada vez que decimos que Montevideo es como Buenos Aires hace cuarenta años. Es mucho más que eso. En Montevideo la nostalgia no parece un gesto de evocación, como el de esos bares de Palermo falsamente añejados. Desde la mesa que está junto a la ventana del Café Brasilero, o mirando el parque a través del parabrisas mientras espera la pizza del Rodelú, el porteño en Montevideo añora y envidia: como en un autocine existencial, mira la película de la vida en esta ciudad y descubre dimensiones que ni siquiera imaginaba.

 

Publicado en Brando

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Nicolás Artusi

Es periodista y sommelier de café. Trabaja en radio, prensa gráfica, televisión y online. Escribe libros largos y artículos cortos. Fue declarado Personalidad Destacada de la Cultura de la Ciudad de Buenos Aires.