Aunque falten dos días para la Nochebuena, y aun a riesgo de espoilear la sorpresa, ya sé qué habrá debajo de mi arbolito cuando den las doce: un libro. Ya sé qué libro incluso, se lo pedí a Papá Noel. Es que los muy lectores vivimos en “un mundo lleno de obsesiones, frenesíes, caprichos e irrazonables rarezas”, como escribe el ensayista italiano Antonio Castronuovo en su Diccionario del bibliómano recién publicado acá, un intento por organizar con cierto orden, el alfabético, la sinrazón que esconde el amor por los libros y la rabia que despierta la reacción de un pariente que, al abrir uno el regalito, dirá: “¿Otro más? ¡Pero si ya tenés muchos!”.
“Demasiada es la locura que que se coagula en torno a esa cosa, amada y detestada, que se llama ‘libro’” – Antonio Castronuovo
Desde AAA, una convención para ubicar primero lo fundamental (“en el origen de cada morbo libresco está la gula”), hasta Zyklon, el gas exterminador que se usó en los campos de concentración nazis y que todavía se vende para eliminar las polillas de los libros viejos, Castronuovo se propone tipificar los síntomas de la bibliofilia: según la Real Academia Española, la “afición a coleccionar libros, y especialmente los raros y curiosos”. Corrí a buscar este diccionario cuando leí el anticipo hace algunas semanas en estas mismas páginas y entre las veintiocho letras encontré varios hallazgos, una maravilla para alguien obsesivo que guarda los libros en orden alfabético, como yo. Parece fácil pero la empresa es complejísima: cada vez que ingresa un libro de un escritor con apellido en la M, pongámosle, hay que hacer lugar entre la L y la N y eso supone un problemón logístico. Por eso, es esclarecedora la distinción de Castronuovo sobre la bibliofilia llevada al extremo: “La pasión excesiva de la bibliomanía, la desbordante insanía de la bibliolatría; la psicosis manifestada por la bibliofagia”.
Si es cierto que “una tal insaciabilidad es síntoma evidente de un espíritu enfermo”, como dijo el músico francés Louis Bollioud-Mermet en su Ensayo sobre la lectura y la bibliomanía, donde se trata del buen uso y el abuso de los libros, publicado en 1765, debo reconocer: sano, lo que se dice sano, no estoy. Compro, pido o impunemente robo libros que serán tocados a lo sumo cada quince años, a veces consultados y casi nunca leídos. Acumulo pilas sobre las sillas y el piso de mi estudio hasta que el equilibrio precario las desmorona y vuelvo a empezar, en un jenga de papel repetitivo. Junto ediciones raras de los libros que me obsesionan (Lolita, por ejemplo, o todo sobre Hitchcock) y tengo un dealer de libros, un amigo que de mañana trabaja como cirujano y de tarde recorre librerías de usados para dar con inhallables (no falló en ninguna misión). Pero no soy coleccionista porque este se define por lo que le falta, no por lo que tiene, y es capaz de cruzar el mundo en busca del objeto de su anhelo. Yo acumulo nomás.
Este Diccionario del bibliómano es redentor: confirma que no estoy solo. “Demasiada es la locura que que se coagula en torno a esa cosa, amada y detestada, que se llama ‘libro’”, concluye Castronuovo. Esta Nochebuena me toca recibir en mi casa y sé que, un rato antes del vitel toné y el pan dulce, aquel pariente hará la pregunta inevitable frente al portento de mi biblioteca, en pleno comedor: “¿Los leíste todos?”. Y yo, ansioso para que lleguen las doce y reciba un libro nuevo, haré mías las palabras de Umberto Eco: “No leí ninguno. De otro modo, ¿para qué los tendría aquí?”.